A mí no me gusta matar gente, pero algunos se lo merecen

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—¡No lo hagas por favor! -me suplicaba con las manos entrelazadas, como rezando.-

—A mí no me gusta matar gente, pero algunos se lo merecen—no supe resumírselo de otra manera—.

No soy un psicópata, solo soy asesino a sueldo. Valoro la vida humana y entiendo que este tipo arrodillado ante mí es un ser vivo. Tendrá su familia y sus proyectos de futuro. Pero sobre todo es un magnate gilipollas que se ha aprovechado de un montón de personas para enriquecerse de manera obscena. Se ha pasado de listo y me han pagado entre unos cuantos para que me lo cargue.

—¿Yo merezco morir?—el truco de dar pena ante la pistola ya no les funciona—.

—Según algunos, sí. Incluso en mi opinión personal también lo mereces. Me dan asco los que abusan de otros para enriquecerse.

Le cambió el semblante. No fue muy evidente, pero pasó de la pena compungida al ligero sarcasmo.

—¿No te enriqueces tu a costa de la vida de la gente?

Levanté las cejas sorprendido. Le pegué un tiro, claro. Encima tiene huevos de responderle a su asesino. Cayó hacia adelante y se quedó besando el suelo sobre un charco de sangre creciente.

Tengo una efectividad del 100% en mi trabajo. La regla de tres es sencilla: si un número suficiente de personas desean que mueras, es porque lo mereces. Si encima ponen su dinero para que otro lo haga, me meto en la ecuación sin problemas. De acuerdo: todo es relativo, segundas oportunidades, terceras opiniones... podríamos meternos en mil cábalas sin sentido, pero dejo de darle vueltas cuando el dinero cae en mi bolsillo.

Salí del almacén abandonado junto al muelle. Me gusta hacerlo de noche en sitios oscuros. Algunos se lo merecen...

Me rugieron las tripas. Este trabajo me da muchísima hambre. Menos mal que lo tengo todo calculado. Vengo a hacer aquí la mayoría de encargos porque es discreto, pero está a solo cinco minutos  de un bar que abre 24 horas, donde hacen unos bocadillos para chuparse los dedos. Es el típico bar de borrachos, pero la camarera, Sara, tiene a bien darme de comer siempre que lo necesito. Una noche estuvimos hablando durante horas y terminamos en su casa haciendo el amor apasionadamente. La relación no fraguó porque no termina de gustarle mi trabajo. Se siente incómoda. Al principio, cuando deseaba mucho hacerlo con ella, le prometía que el de esa noche era el último encargo. Pero al séptimo último encargo dejó de creerme. Ahora solo se compadece de mí, como alguien que ha sabido ver más allá del asesino. A mí, me enloquecen sus caderas.

Esa noche estaba radiante, como siempre. Incluso con diez horas de trabajo a sus espaldas y el brillo de sudor reflejándose en su frente. Me vio entrar desde lo lejos, mientras le ponía una copa a alguien. Sé que se estremece al verme. Será la mezcla de erotismo salvaje y peligro morboso que le atrae poderosamente, aunque siempre termine ganando su sentido común. Me senté donde siempre y ella se metió en la cocina. No me preguntaba nada, porque sabe a lo que voy cada pocas noches. Y de dónde vengo. A los pocos minutos la vi salir con el bocadillo y una cerveza. ¿Como lo hace? ¿Como consigue que su cuerpo se mueva de esa forma dentro del traje de camarera?

—Hola,—me lanzó un saludo seco—tu cena. ¿Una noche dura?

—Una noche habitual. Aunque...estaba pensando en dejarlo esta noche—le mire de reojo. Ella sonrió. Sabía que era un chiste por los viejos tiempos—.

—Seguro que se lo merecía—fue apagando la sonrisa poco a poco. Apoyó la mano sobre mi hombro y la deslizó suavemente hasta acariciarme el cuello. Vaya crueldad—.Que aproveche—me dijo, pero no le di las gracias. Me limité a contemplar por última vez su culo mientras se marchaba hacia la barra—.

La puerta del bar se abrió emitiendo el característico tintineo al chocar contra el avisador de campanillas. Tres clientes, vaya locura de noche. La puerta estaba a mis espaldas. El nuevo andaba arrastrando pesadamente los pies en dirección a mí. Otro borracho sin duda. Me limité a darle un bocado a la cena. La encontré más sabrosa que nunca. Al llegar a la altura de mi mesa, el borracho se giró y se sentó enfrente de mí.

Era el tipo que acababa de matar.

Con su disparo atravesándole la cara en diagonal y todo. Estaba tranquilo, como si fuera alguien que viniera con resaca de una fiesta de Halloween. Llamó a Sara, pero no vino ella. Era su vestido de camarera, pero lo llevaba puesto una chica a la que maté hace unos meses de un disparo en el cuello. Estaba un poco pálida. Aun así el magnate se limitó a pedirle un café y se volvió hacia mí.

—Podrías haberlo pensado unos minutos antes de matarme, la verdad.

—No entiendo que es esto—se me había ido el hambre—.

El borracho del fondo dejó la banqueta y salió tambaleante del local. Al pasar por mi altura, también le reconocí. Era un viejo que supuestamente violó a una niña, pero que no pudo demostrarse en el juicio, y su familia me pagó para que me lo cargara.

—Si estás aquí, está claro—dijo mi compañero de mesa mirando hacia el ventanal junto al que nos encontrábamos—.

Imité su gesto y me vi reflejado en él. Tenía un tiro en la sien, que me entraba por la derecha y me salía por la izquierda. Tras mi reflejo, fuera, varias hileras de personas estaban en la penumbra mirándome pacientemente. Las conocía a todas. Eran mis víctimas y parece ser que me esperaban desde hacía tiempo. Cada una con la herida mortal que le había propinado. Miré al magnate. Se me pasaron muchas preguntas por la cabeza, pero él me leyó la mente y me las respondió todas.

—Al final, solo has necesitado una caricia para comprender que tú también lo merecías.

Vaya, seguro que le había dado la noche a Sara. Aunque, después de todo, era cierto que esta noche lo dejaba.


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