Amores infructuosos

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La ninfa Calipso le ofreció a Ulises la inmortalidad y la juventud eterna a cambio de que el héroe accediese a permanecer a su lado. Sin embargo, él se cansó de los halagos de aquella y, añorando a su esposa Penélope, decidió retornar a su hogar. Algunas leyendas cuentan que Calipso, que habitaba en soledad una isla del Mediterráneo occidental, murió de pena.

Los mortales estamos impedidos de hacer tan pretensiosas ofertas. Sin embargo, algunos enamorados intentan retener en vano a sus seres queridos con peregrinas promesas: hazañas riesgosas e irrelevantes, como cruzar a nado un océano, o costosos obsequios materiales, que solo precipitan las dudas del ser amado.

El joven Laureano también prometía cosas imposibles a su amada Candelaria, con tal de que ésta no lo abandonase. La admiración inicial de ella había ido mutando en un cierto desencanto. Entonces él decidió suplir el déficit de afecto con regalos deslumbrantes. Ella lo tomó como una extorsión: cada oferta incluía la condición de estar a su lado. Y no lo consintió.

Calipso también chantajeó a Ulises. Él hubiese obtenido el beneficio de la inmortalidad solo si aceptaba el amor de ella. Pero el semidiós rechazó la tentadora oferta, alegando heroicas razones. Asimismo, Candelaria también rehusó, aunque sin la épica del héroe griego, la propuesta de Laureano. Ambos fueron movilizados por el mismo impulso: el amor. Uno hacia su mujer, Penélope; la otra, hacia sí misma.

Nada hay más inútil para el amor que una promesa. Nada más condenable que una extorsión. El amor no pide nada a cambio. Si Ulises hubiese sentido verdadero amor por Calipso, habría permanecido con ella sin condiciones. Si la ninfa hubiera advertido el amor del héroe, nada le habría prometido. La promesa y el chantaje son gestos desesperados de egocentrismo y vanidad.

Por último, nada más infructuoso que el intento de retener amores no correspondidos. En esos equívocos han incurrido durante siglos, al parecer, humanos y dioses.


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