Relato feminista 1

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– Todo bien con lo del feminismo, pero ya aburren quejándose de cualquier cosa. – Dijo Franco.

Sabrina, una muñequita rubia, perfectamente maquillada, quien era novia del muchacho, asintió.

Estaban en una cervecería de Palermo. Eran cuatro. En frente de Franco y Sabrina se encontraban Camila, y Juan Carlos. 

Camila lamentó el comentario. Pero más aún se molestó con la condescendencia de Sabrina. Miró a la chica, y pensó que era todo lo que ella odiaba. Una nena de papi, que pasaba más tiempo arreglándose que leyendo. Una Barbie que siempre tuvo el mundo a su disposición.

Pero no le intimidaba la belleza estereotipada de aquella insípida. Camila se reconocía igual de bella, y con su actitud segura, y sus tetas generosas, que parecían gigantes en su cuerpo menudo.

– Y a qué le llamás “quejarse de cualquier cosa”. – Desafió Camila a Franco, sosteniéndole la mirada. Sintió cómo Juan Carlos apoyaba la mano en su pierna, como diciéndole que no continúe con esa discusión. Sin embargo, no pensaba hacerle caso.

– Por ejemplo, lo de los piropos. Es ridículo tratar de acosadores a tipos que le dicen cosas lindas a una chica.

– ¡¿Cosas lindas?! – Estalló Camila. El bar estaba muy concurrido, y a pesar de que había muchas personas conversando, y que la música tenía el volumen muy alto, su voz se alzó sobre todos los sonidos, y muchos se dieron vuelta a mirarla. Ella, sin embargo, no les atención, y mirando con indignación a Franco, dijo– ¿Te parecería lindo que cuando tu novia ande por la calle, le digan cosas como “qué lindo culo mamita”?

Camila sintió que la mano de Juan Carlos se apretaba con más fuerza en su pierna. Lo miró, y en su mirada pudo leer sus pensamientos: “No personalices las discusiones, argumentá con datos concretos, no te dejes llevar por el enojo”. Pero ya era muy tarde. Miró de nuevo al frente. Franco intentaba disimular su sonrisa. Sus dientes perfectos se dejaban entrever entre sus labios sensuales. Si llegaba a mostrar su sonrisa odiosa, Camila no lo soportaría. Luego miró a Sabrina, que parecía impasible. Le chica le sostuvo la mirada, y como desafiándola, dijo.

– Estás metiendo a todos en la misma bolsa. Algunos tipos dicen cosas lindas. Otros solo miran. Y los que te dicen guarangadas… bueno, no hay que darles bola y listo.

Clara sintió cómo el calor le subía al rostro. Si había algo peor que un hombre machista, como el idiota de Franco, era una mujer machista. Estuvo a punto de decirles que el acoso callejero no es ninguna pavada. Que las mujeres lo sufrían desde niñas, y que eso sólo era una de las tantas caras del patriarcado. Pero, cuando se disponía a hacerlo, Franco la interrumpió.

– Mirá si fuese ilegal decirle piropos a las chicas que no conocemos… – dijo, mirando a su novia – entonces nosotros no estaríamos juntos.

Ambos estallaron en carcajadas. Luego se dieron un beso apasionado. Se veían enamorados. Camila sintió nauseas.

Juan Carlos decidió cambiar de tema. No sabía si odiarlo o amarlo por eso. Tenía muchas cosas para decirle a ese par de idiotas. Sin embargo, la discusión quedó de lado, y pronto parecieron olvidarse de ella. La velada siguió durante un par de horas, en las que se discutieron cosas más banales. A las dos de la madrugada decidieron dar por terminada esa cita doble. 

– Mi amor, ¿te molesta si me bajo en mi departamento? – le dijo Juan Carlos a Camila, susurrando, mientras los cuatro se dirigían al estacionamiento donde estaba el auto de Franco, quien se había ofrecido a llevarlos. – Es que mañana me tengo que levantar temprano, y mientras antes duerma, mejor.

– No me molesta mi amor, no pasa nada. 

Camila subió con su novio al asiento de atrás. La casa de Juan Carlos quedaba cerca, así que enseguida los dejó. El plan era acompañar a Camila hasta su departamento, pero Sabrina sintió la imperiosa necesidad de ir al baño, así que fueron primero al edificio donde vivía la pareja.

– Fran, hacé una cosa. – Dijo la rubia, cuando se bajó del vehículo. – llevala hasta su casa, y yo te espero arriba.

– No hace falta. – Dijo Camila. –  igual yo estoy acá nomás. Me tomo el colectivo y en veinte minutos llego.

– No seas tontis. – Le dijo Sabrina–. Este pibe vive en el piso veinte. Así que hasta que suba y vuelva a bajar, voy a tardar mucho. Dale Fran, llevala a su casa.

Sabrina se fue corriendo hasta el edificio. 

– Subite adelante. – Dijo Franco. – Vamos nomás.

Hubo un silencio tenso durante la primera parte del viaje. Camila lo observaba mientras conducía. Esta vez su sonrisa de dientes perfectos se dejaba ver sin disimulo. Sus mandíbulas fuertes incrementaban el efecto del gesto socarrón. Con ese pelo ondulado, y con su piel bronceada, parecía una especie de dios griego burlón. Camila sabía que estaba recordando la discusión que habían tenido , y le dio mucha bronca compartir el mismo espacio con una persona tan machista, y más bronca le dio que se tratara de alguien a quien concia hacia tanto, y que además quería mucho.

– Así que te molestan los piropos. – dijo.

– No. Lo que me molesta mucho son los maleducados, y los acosadores que gritan guarangadas por la calle. Pero me parece que vos no sabés la diferencia entre una agresión y un piropo.

– No seas tonta. Obvio que lo sé. Solo te quería hacer enojar.

– Sos un idiota.

– Y vos sos una feminazi, pero igual te quiero.

El auto paró frente al edificio donde vivía Camila. Ella le quiso dar el beso de despedida, pero Franco desvió la cara y besó sus labios.

Camila, indignada, le dio un cachetazo que sonó increíblemente fuerte.

– No lo vuelvas a hacer.

Franco inclinó su torso, para llegar al asiento donde estaba ella. La agarró con fuerza del rostro.

– Soltame. – dijo Camila. Pero el otro ya la estaba besando de nuevo. – Soltame. – Le dolía la mandíbula por la presión que le hacía Franco mientras su lengua se metía adentro. – Soltame. Te odio. – dijo, jadeante.

Franco agarró su teta. La palma de la mano no le bastaba para semejantes atributos.

– ¿Por qué no volvés con tu novia? ¡Hijo de puta!

A pesar del odio con el que pronunció esas palabras, Franco siguió masajeando, mientras la otra mano se metía entre sus piernas.

– No. – dijo Camila. Mientras sentía las manos meterse sin permiso en su cuerpo, y las respiraciones entrecortadas de franco, mientras la besaban, le daban cosquillas deliciosas en el cuello. – No. Acá no. Nos pueden ver.

Cuando se aseguraron de que no había nadie alrededor, ingresaron, sigilosos, como dos convictos. 

– Pero no tenemos tiempo. Sabrina te está esperando. – Dijo Camila.

– No importa. Con quince minutos nos alcanza.

Se metieron en el ascensor. 

– Nunca cogí en un ascensor. Pero seguro con Juan Carlos tampoco lo hiciste.

– No lo nombres. Odio hacerle esto.

– Ahora es tarde para sentir remordimientos. – Dijo Franco. La ayudó a desnudarse. En los tres espejos del ascensor, los dos cuerpos desnudos se reflejaban, y se multiplicaban. Franco la abrazó por detrás. Ella abrió las piernas y sintió el sexo del otro hundirse en ella. Observó su propia expresión en el espejo. Un rictus de goce perverso que se multiplicaba infinitamente. 

 


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