EUTANASIA FALLIDA

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EUTANASIA FALLIDA

Miguel Humberto, es un amigo ingeniero industrial. Nació en Funza y ahí vive. Por muchos años fue el arquero titular de “Pegaso”, un equipo de fútbol, que se paseó por varios ‘torneos de veteranos’ de la capital con relativo éxito en cuanto a resultados, pero inmensos réditos en amistades y experiencias de todo tipo.

El hombre, cada domingo nos daba lecciones de arrojo, y los rivales lo respetaban por eso. Cuando lo conocí ya le tenían como apodo “Mina”, en honor a James Mina Camacho, y doy fe, de que merecía el remoquete.

Siempre me decía <<mi estimado médico, debes convencerte de que los partidos son un pretexto para vernos cada domingo y compartir una ‘Clubcita Dorada’ hablando ñola. Los resultados son lo de menos>>.

Un domingo cualquiera, después de un partido, estábamos reunidos alrededor de una canasta de cervezas, él no se había tomado más de dos, así que cuando se puso de pie reclamando atención, consideramos que lo que iba a decir no era consecuencia de la bebida.

<<MUCHACHOS— DIJO—, QUIERO COMPROMETER A MI AMIGO MÉDICO AQUÍ PRESENTE, PARA QUE, si un día me encuentro en una situación de salud, sin ninguna posibilidad de recuperación, me ayude con alguna inyección y me evite más sufrimientos>>.

El peso de aquella petición me hizo pensar que él podía estar padeciendo alguna enfermedad y lo miré buscando una respuesta. Me sonrió diciendo, <<en este momento, que yo sepa no estoy enfermo>>. Respiramos aliviados, él se sentó y yo le respondí que se quedara tranquilo, que si yo estaba vivo cuando le llegara ese momento, contara con ese <<favor >>.

Después de ese día, el hombre fue reiterativo con su petición y yo siempre le daba la misma respuesta: cuente conmigo.

Por supuesto que nunca tomé en serio el tal compromiso, pero él no lo sabía.

Para seguirle el juego conseguí un par de jeringas de propaganda, de esas que usan los laboratorios farmacéuticos. Una estaba llena de tinta verde y la otra, de tinta roja; las metí en una mochila de fique que siempre cargo para ir a los partidos.

Casi un año después de su discurso petitorio, “Pegaso” fue invitado a jugar un partido en la ciudad de Girardot, y aceptamos.

Sábado de Gloria, tres de la tarde, temperatura cercana a los treinta y siete grados, humedad del setenta por ciento y lo peor, los rivales eran girardoteños entre los veinte y los treinta años. El más joven de nosotros, tenía más de cuarenta. Saquen conclusiones.

 

Antes de terminar el primer tiempo, Miguel empezó a dar muestras de que no se sentía bien, se mojaba la cabeza, tomaba agua, empapaba sus guayos. El pitazo que terminó los primeros cuarenta y cinco minutos, llegó en su auxilio, buscó la sombra de una grada y se acostó en silencio.

El modo de caminar hacia la portería cuando llamaron para iniciar el segundo tiempo nos indicó que el hombre estaba en la mala, pero con coraje, determinación y sorbos de agua, sobrevivió hasta el final del juego.

Pero no era el mismo, arrastraba los pies, tuvieron que cargarle el maletín con sus implementos fuera del estadio, hasta donde los anfitriones nos harían una atención. Unos almendros daban sombra al alero y al piso de la casa de aquel sitio y allí se esporrondingó nuestro arquero. Estaba pálido, sudoroso, casi estuporoso.

Me acerqué a prestarle el auxilio pertinente, hidratación parenteral, oral, medios físicos (hielo en las turmas), pero el hombre no daba muestras de recuperarse. Entonces recordé la promesa hecha y le dije ahí, delante de los jugadores y de su esposa: creo que ha llegado el momento de cumplir mi promesa. Miguel abrió los ojos y me encontró con la jeringa del líquido rojo en mis manos e inclinado sobre el pliegue de su codo derecho buscando una vena.

¡No jodás médico! Me dijo mientras se sentaba.

Migue, amigo, yo siempre cumplo mis promesas, despídete de tu esposa y de tus amigos, primero inyectaré este líquido rojo para que tu cerebro no se rebele y luego el verde que, te transportará al reino de los arqueros muertos.

—¿Está seguro?

—Estoy seguro, muestre el brazo.

Miguel sacudió la cabeza y respiró profundo.

—Ya me siento mejor, guarde la jeringa.

Lo miré contrariado, yo era el médico y él no podía poner en duda mi diagnóstico, así que insistí.

—Muestre el brazo.

La esposa intervino: doctor, dele una oportunidad.

Guardé la jeringa de mala gana.

—No me vuelva a decir que lo ayude a morir dignamente.

Todos los allí presentes, excepto Miguel, soltaron la carcajada por la broma y el susto del varón funzano.

Una semana después, jugamos en el Colegio Cooperativo de Funza, al finalizar nos reunimos para nuestra tertulia de siempre.

Miguel se puso de pie reclamando atención y empezó: <<Muchachos, dijo, quiero comprometer…>>.

No lo dejaron seguir. Aún estaba fresco en sus memorias el acto de cobardía de hacía ocho días.

No creo que tenga otra oportunidad de ayudar a alguien en su viaje hacia el río Estigia, “Pues, al cabo que ni quería”.


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