Blanca y radiante - II parte

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Y sucedió... una llamada de un compañero, invitándome a una fiesta clandestina de cuidadores en turno de noche, en la 3ª planta de aquella residencia, aquel mismo día. Para esa noche estuvo mi alma esperando…

Música, baile, bebida, risas... En alguna hora de la noche y en un arrojo imprevisible, dado su carácter tímido, él dio un tirón de mi brazo y me acercó hasta su cuerpo para bailar. No sé cómo, sólo sé que me perdí en él y con él. Tampoco sé cuantos minutos pasaron, no sé si mil o solo dos, no puedo saberlo porque el tiempo se detuvo en aquel mismo instante en que una fuerza demoledora nos empujó las cabezas hasta juntarnos las bocas y encontrarnos los labios y el alma, y volcarnos el mundo y la realidad.

Fue un beso eterno, perfecto, tan natural como la vida, tan libre como el espíritu, sin pretensiones, sin premeditación, sin reparos, sin pensar, pero pensándolo todo. Fueron muchos besos en uno, desesperados y esperados. Y la seguridad absoluta de lo que se sabe verdad. No sé cuánto tiempo pasé perdida en su boca, olvidada en sus labios perfectos hechos a medida para mí, en su sabor de delicias, en su saliva húmeda de océano profundo e inmenso por descubrir.

No sé en qué momento alguien apagó la música, desconcertado al observarnos a los dos extraviados en ansias, disfrutados, absortos en nuestra mutua enajenación. El sonido del silencio me arrancó del abismo al que me había arrojado sin siquiera darme cuenta. Al abrir los ojos al fin, acerté a ver las miradas contrariadas y extrañadas de todos aquellos compañeros de fiesta, que no podían prever ni entender lo que había sucedido. Durante el tiempo que duraron los besos extasiados no fui consciente de que ellos seguían allí, como también seguía discurriendo el mundo, ese que ya jamás volvería a ser el mismo.

Recuerdo sentirme avergonzada entonces, de vuelta ya del abandono de mi cuerpo en aquel éter, lugar sagrado donde se reencuentran las almas y se gestan los vínculos eternos, quizás ya vividos en otras vidas. Si no, cómo entender una conexión tan perfecta y completa, si no se han conocido las almas antes, si no han vivido otras experiencias, en otros tiempos y en otros lugares.

Después de aquel primer beso en la 3º planta de aquella residencia, precursor del inicio de nuestra historia de amor, abocada ya a convertirse en una de esas historias de finales dramáticos que dejan estelas eternas en el alma; aturdidos y avergonzados, no supimos muy bien qué decirnos y cómo explicar lo que nos había corrido por la cabeza, si apenas nos conocíamos y solo habíamos cruzado en ocasiones algunas frases de compromiso. No era necesario, en realidad, explicarnos. Nuestros más íntimos secretos ya habían sido confesados ahí dentro de cada cual, ya sabíamos cada uno, a escondidas, de nuestro enamoramiento prohibido y delicioso.

Recuerdo que cuando todos se fueron cabizbajos y nos dejaron a solas, en aquella sala, intentamos pedirnos disculpas, azorados y vacilantes, sin dejar hablar a las voces que nos pedían desde las entrañas ser sinceros y afrontar aquel caos de sentimientos y sensaciones. La verdad, yo solo quería volver a besarlo, pegada a su cuerpo fuerte y cálido. Él, por su parte, sólo ansiaba besarme, una y mil veces más, para intentar descifrar lo que había empezado a experimentar y desenredar ese nudo de ardor de infierno y de cielo que le bullía dentro.

Qué era aquello? Yo nunca había perdido la conciencia de esa manera hipnótica y desmayada. Aun así nuestra timidez venció, y aunque de manera torpe le invité a besarme de nuevo y de manera más torpe aún él lo intentó, no supimos ordenar el desbarajuste de emociones. Me fui. Pero el me buscó. Al día siguiente. No pudo esperar. No podía, una vez tropezado de bruces con aquellas sensaciones tan solo leídas en historias de novela y únicamente tarareadas en canciones de amor.

Venciendo su carácter de natural vergonzoso, con la ayuda de un compañero me buscó, me llevó a un bar cercano, donde sentados frente a frente solo acertamos a repetir actitudes inseguras y a aventurar culpas a los efectos de la cerveza y la música. En los pocos minutos que duró nuestro encuentro, no parecía que fuésemos capaces de encontrar las palabras necesarias para liberar ese desasosiego interior. Pero cuando ya me iba, levantada de mi silla y casi cercana a la puerta, triste por tener que alejarme de esa energía vibrante que me arrastraba, él hizo acopio de valentía y me soltó aquellas sinceras y desgarradas palabras que cambiarían nuestras vidas para siempre: “solo quiero que sepas que lo que pasó anoche, pasó por que quise, no voy a esconderlo, no fue casual, no fue el alcohol, yo lo busqué y yo lo deseé y aún sigo haciéndolo”. Después de aquel estallido de pura verdad ya no pudimos ni supimos descarriar nuestro tren. Y continuó por los raíles de un largo y aventurado camino.


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