Blanca y radiante - parte final

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Y nos amamos, durante mucho tiempo, infinitas veces, en cualquier oportunidad, en todos los recodos, en lugares secretos bendecidos de pasión. Nos amamos como locos, enfermos de amor prohibido, endiosados por ese deleite continuo del placer más perfecto jamás compartido.

No nos cansamos nunca de aquel delirio de querernos, de licuarnos cada uno en el cuerpo del otro, de olernos en las ropas que nos rozaron y en pañuelos que secaron nuestras riñas de sudor y fluidos. No nos cansamos de alejarnos y reencontrarnos, de inventarnos en mil y una historias recreadas a golpes de arrebato y lujuria. Nunca nos cansamos de perder la cabeza, el sentido y hasta la propia vida.

Era un secreto a voces. Imposible ocultar el brillo de nuestros ojos al buscarse, felices de sabernos cómplices eternos, a la espera de un descuido, de la oportunidad para abrazarnos a refugio de miradas comprensivas o acusadoras. Inviable esconder las fugaces caricias furtivas retenidas tantas veces. Tanto derroche de amor no puede mantenerse oculto. Pero qué nos importaba a nosotros nada que no fuéramos nosotros.

Todo soporté, todo aquel dolor concentrado, que debía remeterme entre las tripas una y otra vez, cada tarde que él volvía con ella, prometiéndome que a la mañana siguiente estaríamos al fin juntos, que acabaría con la mentira de esa doble vida. Y cada nueva mañana volvía con una pobre y avergonzada excusa y la mirada ensombrecida y triste. Pero su eterno y cálido abrazo, su hambre de mi piel y mi sexo, su energía imantada a mis células, sus palabras de amor encendidas, anhelantes, intactas en su fuerza del primer día, y esa maldita pasión que nos encadenaba el alma sin absolución… me retenía en el tiempo, confiando, aguardando….. cada vez más rota, más desbaratada por dentro.

Bien sabe Dios que estuvo en mis manos evitar esa boda, que pude retenerle y quedarme con su amor y vencer en esa batalla de tres. Pero bien sabe también Dios que aquel día, el de su boda, cuando apareció ante mí, terriblemente perdido y desvalido, a tan solo tres horas de la ceremonia, cuando ya su familia preocupada por su ausencia lo buscaba, no pude ni quise escucharle. Cuando arrodillado, apoyada su cabeza entre mis muslos, repetía “no quiero casarme, por Dios, no quiero casarme”.

Pude seguirle, arriesgar una huida, quizás como la de aquellos famosos amantes de Lorca… aquella tragedia donde ella decía: “Porque me arrastras y voy y me dices que me vuelva, y te sigo por el aire como una brizna de hierba, y yo dormiré a tus pies para guardar lo que sueñas, desnuda, mirando al campo, como si fuera una perra”. Y él: “Porque yo quise olvidar y puse un muro de piedra entre tu casa y la mía, y cuando te vi de lejos me eché en los ojos arena, pero montaba a caballo y el caballo iba a tu puerta. Con alfileres de plata mi sangre se puso negra y el sueño me fue llenando las carnes de mala hierba, que yo no tengo la culpa, que la culpa es de la tierra y de ese olor que te sale de los pechos y las trenzas”.

No, la esencia de mi alma no me permitía un triunfo de amor ganado de esa manera. Le pedí que se fuera, con el alma rota, con la certeza de estar empezando a morir, con plena conciencia de que iba a perder la ilusión y la alegría. Y le rogué que cumpliera su promesa, que fuera hasta la iglesia y se casara... No rompería su compromiso el mismo día de la boda. Tuvo tiempo y oportunidades. Ahora no. Así no. Él era cobarde y débil. Pero yo no.

Y las estrofas de aquella canción resonarían mucho tiempo en mi mente “blanca y radiante va la novia, le sigue atrás un novio amante, que al unir sus corazones hará morir desilusiones. Mentirá también al decir que sí y al besar la cruz pedirá perdón, y yo sé que olvidar nunca podría, que era yo aquel a quien quería, ante el altar está llorando, todos dirán que es de alegría, dentro de su alma está gritando Ave María¡“.

 


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