Un episodio sexual con Paula y otros pequeños placeres

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Paula y yo nos llevábamos muy bien. El secreto no era tanto el tener muchas cosas en común, aunque teníamos algunas, como el ser compatibles. Éramos piezas adyacentes de un puzle que encajaban a la perfección, piezas que formaban un hermoso paisaje. Ella tenía un cargo bastante alto en una importante empresa. Nadie le había regalado nada, sino que todo lo que había conseguido era producto de su tesón, su inteligencia y su buen hacer.

En el terreno sexual habíamos avanzado poco a poco, quemando etapas según nos íbamos conociendo. Yo era el más tradicional y me movía por impulsos visuales. Necesitaba ver un trasero, unos pechos, para encenderme.

Una mañana de domingo, en la que la luz el sol se colaba con fuerza por la ventana, me desperté con una sonrisa dibujada en el rostro. La noche había sido de esas en que se descansa de verdad, de esas en las que se sueña algo agradable pero no se recuerda el qué exactamente, pero queda una sensación agradable. El caso es que me encontraba en uno de esos momentos en los que se está muy a gusto y uno quiere moverse poco, a no ser, como en mi caso, para deslizar la mano por debajo de mis calzoncillos y rascarme la nalga derecha.

A mi lado, Paula dormía acostada de lado, con su cara seria pero hermosa y su pelo alborotado. Si por mi fuese hubiese retirado la sábana, pero no quería molestarla.

No tuve que esperar mucho para que se despertase, estirándose y sonriendo al verme.

- Hola, guapo.

- Hola princesa.

Entonces, con una energía que yo todavía andaba buscando, se incorporó en la cama y calzándose unas pantuflas, se puso en pie. Huelga decir que yo no perdía detalle. Paula vestía solo unas bragas y un sujetador. Mientras caminaba hacia la puerta, probablemente con destino al cuarto de baño, la seguí con la mirada. Me fijé, como no, en la raja de su culo que, de manera glotona, había engullido parte de la tela, exponiendo las nalgas. Para mi suerte, las bragas, quizás porque ya no eran tan nuevas o quizás porque la dueña no se había esmerado en colocarlas bien, caían por debajo de su cintura, dejando a la vista el delicioso inicio de su culete.

El espectáculo duró solo unos segundos, ya que la perdí de vista cuando salió del cuarto. Luego oí agua y un chapoteo, probablemente se estaba lavando la cara. Luego ruido en la cocina, probablemente el cazo para calentar la leche. En ese momento, con su bella figura medio desnuda en mi cabeza, no aguanté más y con la energía que da el deseo me levanté dirigiéndome a la cocina. Al llegar a su altura la abracé cogiéndola con mis brazos por detrás y al intentar besarla ella protestó porque no se había lavado los dientes. Paula podía ser muy atrevida con todo el tema sexual, pero la gustaba cierta pulcritud y orden.

- Pues vamos a lavarnos los dientes ahora. - dije invitándola a acompañarme al baño.

 

En el baño la ofrecí el cepillo y yo mientras tanto, me enjuagué la boca con un colutorio sabor a menta. Luego, para no perder tiempo, mientras ella terminaba de enjuagarse, levanté la tapa del inodoro, saqué la minga y me puse a mear mientras ella, por el rabillo del ojo me miraba. Tras tirar de la cadena, abandoné el baño para que ella pudiera hacer pis si así lo deseaba. Por mi parte, aproveché la oportunidad para ir hasta el dormitorio en busca de unas gotas de colonia para el cuello.

Minutos después, Paula salió del cuarto de baño sin sujetador, con las domingas al aire. Se dirigió a la cocina y apoyándose en la encimera, sacó un poco el trasero. Luego se dio la vuelta. Mis ojos, como hipnotizados, se fijaron en sus tetas, en sus pezones erectos... y entonces no pude más y me acerqué a ella con intención de poseerla allí mismo. Paula hizo como que no se había enterado de la peli y dándose la vuelta, se puso a abrir el envoltorio de las tostadas. En ese momento me acerqué por detrás y presionando mi voluminoso paquete contra su apetitoso trasero la abracé rodeándola con los brazos a la altura del pecho, y comencé a besarla en el cuello con pequeños y rápidos besitos. Ella se giró y sus labios se encontraron con los míos y nos besamos con pasión, nuestras lenguas buscándose continuamente, nuestras bocas chupando, mordiendo. Se podían saborear y oír nuestros besos.

Luego, me separé un poco y ella me dio la espalda, me puse de cuclillas y como un niño que abre un regalo de cumpleaños le bajé las bragas hasta las rodillas y hundí mi cara en su culo de ensueño, olfateándolo como un perro en celo. Después me incorporé y manoseé por enésima vez sus "peras" y jugué a meter la lengua en su oído. Más tarde, froté su coño hasta que lo noté bien húmedo y sacando el falo, por entonces crecido, cálido y palpitante, lo situé en el punto de entrada y empecé a meter y sacar la verga, disfrutando de cada embestida durante unos tres o cuatro minutos, algo rápido.

En aquel momento no buscaba el orgasmo, solo la sensación de estar dentro de ella. Terminado el calentón, visité el baño para limpiar alguna que otra gota de semen y regresé a la cocina. Ella se había quitado las bragas y se había puesto el mandil. Su culo desnudo llamó mi atención de nuevo y no pude evitar la tentación de darle unos azotes en las nalgas. Sabía que eso le gustaba, de hecho, aunque se podría pensar que, por su posición en la empresa, es de las que visten cuero negro y sostienen el látigo... nada más lejos de la realidad. Lo que la atraía era obedecer, dejar a un lado la responsabilidad del que manda y limitarse a seguir órdenes, dejarse llevar. He de decir que a día de hoy aun me cuesta trabajo azotar, incluso de manera moderada, ese culito. La sola idea de castigar, incluso en un entorno de consentimiento, a quien calienta con su presencia mis noches de invierno, a quien llena con su compañía la soledad de mi vida, me resulta inconcebible. Pero a ella le gusta, le excita, le relaja y me lo pide. Y cumplir sus deseos, dentro de la lógica, templanza y mesura que siempre demuestran sus peticiones es un placer.

- Hay que poner la mesa. - añadió sacándome de mis pensamientos.

Busco los cubiertos y las tazas y pongo la mesa, es hora de desayunar, de recuperar fuerzas. Quizás por la tarde, haya más... a lo mejor algo nuevo, una situación con disfraces en la que ella sea una enfermera y yo un paciente. Quizás una sesión de azotes donde ella sea una doncella y yo un malvado sultán. O quizás, simplemente, se trate de un encuentro sexual tradicional, pero mágico, mágico como la chica con la que tuve la suerte de compartir todo. Pero esto, como dicen en cierto libro, es otra historia y será contada, si se da la ocasión, en otro momento.


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