Sometida por el bully de mi hijo

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Todo pasado es una mochila que cargamos en el presente. Quizás con el tiempo, esa mochila parezca más liviana, hasta el punto en que nos olvidamos que la llevamos a cuestas. Pero cada tanto aparece algo (o alguien) que te recuerda tus miserias del pasado.

Y en el peor de los casos, ese alguien usa esas miserias para manipularte, para usarte a su antojo, bajo la amenaza de mostrar al mundo lo que fuiste.

Robi siempre me pareció un pendejo arrogante, fanfarrón y violento. Pero nunca imaginé que un pibito de dieciséis años me tendría entre sus manos. Nunca hubiese imaginado que tuviese el coraje necesario para hacerlo. A mis treinta y dos años no podía imaginarme sometida por los caprichos de un mocoso que ni siquiera se lava los calzones. Pero la vida te sorprende.

No se confundan, no tengo nada de qué avergonzarme, y nunca lastimé ni engañé a nadie. Pero hay cosas que ante los ojos hipócritas de la sociedad, están mal vistas. Y esas cosas, si caen en manos equivocadas, pueden ser usadas como armas.

Soy una mujer independiente, y eso, como saben, a veces te juega en contra.

Hace cinco años cometí un error. Necesitaba un aumento. Cuidar de un chico de diez años, sin una pareja que me ayude, era realmente difícil. Desde hacía meses que venía ablandando al viejo para que de el brazo a torcer. Don Miguel simpatizaba conmigo. Tanto como un viejo verde puede simpatizar con una jovencita carilinda con la cola parada, ya las tetas grandes. Una tarde me pidió que me quedara, después de hora, para discutir sobre mi supuesto aumento.

Desde el momento en que cerró la puerta a mis espaldas, y sin disimulo me miró el culo mientras yo me dirigía a la silla, supe que el viejo iba a intentar algo turbio. Se lo notaba con ganas de probar carne fresca, y yo era una joven madre soltera que necesitaba ayuda. La víctima ideal para un viejo pervertido como él.

La cosa fue más directa de lo que imaginé. se paró frente a mí, apoyando su culo en el escritorio. Me dio un largo discurso sobre la lealtad y la cooperación. Yo sólo asentía con la cabeza.

Entonces estiró la mano y estrujó mis tetas.

Me quedé inmóvil. Abrí bien grande los ojos, asombrada, no tanto por la actitud, sino por la manera intempestiva en que lo hizo. Me miró a lo ojos, y quizás porque no dije nada, sonrió con perversión. 
Entonces se bajó el cierre del pantalón.

Un sacrificio, pensé para mí. Un sacrificio y mi nene tendría una vida un poco mejor. Don Miguel se bajó el cierre del pantalón. Una pequeña pija semifláccida se asomó. Un sacrificio, me repetía una y otra vez.

Después de todo, no soy una monja. Hasta ese momento me había llevado al menos diez pijas a la boca. Y no es que estuviese enamorada de todos los portadores de esas vergas erectas. Así que cerré los ojos, y sin mucho entusiasmo, le di al viejo lo que quería.

Pero no le alcanzó con eso. A partir de ese momento, don Miguel me trató como a su puta personal. No como su amante, ni mucho menos como a su pareja. Era su puta.

Me entregaba un sobre cerrado con dinero extra cada fin de mes. Y me compraba ropa. Aunque principalmente era lencería erótica, minifaldas y calzas superajustadas. Eran regalos para el, más que para mí, ya que era don Miguel quien disfrutaba de vérmelas puestas, y luego se deleitaba quitándomelas, a veces hasta hacer hilachas la prenda.

Una vez, cansada de los abusos del viejo, que pensaba que por darme algo de dinero, era dueño de mi cuerpo, tomé una decisión drástica: si iba a ser una puta, sería yo misma quien pusiera el precio, y elegiría minuciosamente a mis clientes, descartando sin dudar a los viejos de pijas blandas como mi jefe.

Puse un aviso en una página de escorts, subí algunas fotos mías sin mostrar mi cara. Me inventé un nombre de puta: Vanesa (las Vanesas siempre me parecieron muy putas). Tenía veintiocho años, muy grande comparada con la mayoría de la competencia, así que me bajé tres años. Nadie se daría cuenta de la diferencia. Para algo cuidaba mi piel como si fuese un tesoro.

"Vanesa, veinticinco años, sólo en hoteles, zona de microcentro" decía mi ficha técnica en aquella página, y además coloqué un número de teléfono diferente al que usaba habitualmente. Había elegido un lugar bastante alejado del barrio donde criaba a mi hijo, para evitar cruzarme con algún conocido.

Más abajo de mis datos estaban mis fotos semidesnuda, en poses sugerentes. Me daba pena tener que ocultar mi rostro, porque mi cara y mis ojos azules atraerían mucho más clientes. Pero no podía arriesgarme. Aún así no pasaron ni dos horas y ya tenía varios mensajes de potenciales clientes.

En mi primer encuentro estaba muy nerviosa, pero todo salió bien. A mi cliente le había dado mucha ternura mi evidente falta de experiencia en ese trabajo. Al día siguiente me encontré con dos tipos más. Fue entonces cuando decidí faltar sin previo aviso a mi trabajo formal. Don Miguel me llamó por teléfono, exigiendo respuestas. Ahí aproveché para desquitarme. Lo mandé a la mierda y le juré que nunca volvería a tocarme un pelo. Y para rematarla, me burlé de su precocidad.

No trabajé mucho como escort, porque en realidad no era lo mío. Si bien, al prostituirme, de alguna manera, era yo la que pasaba a usar a los hombres, no dejaba de sentirme como un objeto, como un producto para el consumo de los demás.

A los seis meses dejé de publicar mi teléfono en las páginas de prostitución VIP. Había conseguido un trabajo como administrativa, donde mi jefe era un homosexual de armario que jamás se me insinuaría. Conservé los números telefónicos de mis clientes preferidos: Aquellos que o bien no eran muy exigentes a la hora de coger, o  eran bastante apuestos y caballerosos, o mis preferidos, aquellos que tenían una buena pija y sabían cómo usarla. Los demás, los viejos verdes y egoístas no supieron más de mi.

De todas formas, esos clientes privilegiados, a los que todavía le guardaba un turno, que por cierto, no era barato, los dejé de frecuentar al cabo de seis meses más.

En resumen, habían pasado cuatro años desde que ya no tenía nada que ver con aquel mundo turbio y superficial. Ahora estaba en pareja, y tenía un trabajo aburrido pero seguro. Todavía tenía que lidiar con un montón de machos que se desvivían por llevarme a la cama. Si supiesen que tiempo atrás hubiera sido fácil tenerme desnuda y con las piernas abiertas, a su merced, muchos se sentirían decepcionados. Pero ya no me molestaba que me miren como un objeto sexual. Las frases obscenas de los albañiles que me gritan vulgaridades cuando paso por cualquier obra en construcción, me entran por un oído y me salen por otro.

Pero desde hace unos meses mi vida se descontroló. El fantasma de Vanesa, la prostituta VIP, apareció para trastornarme.


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