La peluquera. Mascarillas, azotes y sexo.

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La peluquera, que rondaría los 40, tenía puesta una mascarilla quirúrgica de color azul claro. Complexión delgada, ojos castaños, media melena rubia que se adivinaba artificial. Vestía camiseta negra de manga corta, pantalones amplios del mismo color y zapatillas de deporte. La carne del brazo no era del todo firme, tenía un par de lunares y a la altura de la muñeca lucía un tatuaje discreto.

En ese momento acababa de cortar el pelo a un hombre maduro y corpulento que llevaba una mascarilla negra y tenía vello en los brazos.

El resultado no había sido del todo satisfactorio.

- No has hecho lo que te pedí. - Espetó el caballero.

- Siento que no te haya gustado. - Respondió con dignidad la aludida.

- ¿Cómo te llamas? - Continuó el cliente.

- Patricia -

- Bien Patricia, no sé si las cosas se hacen así por aquí, pero creo que mereces un castigo. -

La peluquera tardó unos segundos en responder. Eran las siete y media de la tarde y estaban los dos solos en la peluquería.

- ¿Un castigo? -

- Sí, unos azotes. -

De nuevo el silencio. Patricia no sabía muy bien que decir. Quizás otra chica cualquiera hubiese mandado a freír espárragos al autor de semejante proposición. O quizás otra en su lugar, hubiese aprovechado para escapar y denunciar el atrevimiento. Pero Patricia estaba indecisa. Quizás el mes largo de confinamiento del que acababan de salir, la abstinencia sexual... El caso es que la idea de los azotes había creado confusión en su mente.

- ¿Le lavo la cabeza? - dijo al fin. La rutina era el arma perfecta para no pensar.

- Sí, lávamela. -

Mientras enjabonaba la cabeza de aquel hombre masajeando su cabellera, sintió una mezcla de nervios y excitación. Con sus sentidos más despiertos que nunca, se fijó en las manos del cliente, masculinas, grandes, fuertes... Involuntariamente contrajo sus nalgas. Luego mientras aclaraba el cabello, sus ojos se fijaron en el rostro varonil, en las orejas, en la frente, una frente amplia que denotaba inteligencia y determinación y de alguna manera, el deseo, como si de una corriente eléctrica se tratase, le recorrió todo el cuerpo.

Nada más acabar de secarle el pelo, la voz del hombre interrumpió los pensamientos de la peluquera.

- Esa habitación es para el tema de los masajes verdad. - Dijo mientras señalaba una puerta entreabierta.

- Sí. - respondió la peluquera.

- Parece un buen sitio. Vamos. -

Ambos entraron en el cuarto. Patricia encendió la luz y cerró la puerta. El hombre se sentó en la camilla.

- ¡Desnúdate! - Ordenó.

Patricia, sumisa, empezó a quitarse la ropa.

Solo tenía puesta la mascarilla, los calcetines y la ropa interior cuando se detuvo.

- El sujetador y las bragas también. -

Patricia obedeció y el cliente posó sus ojos sin disimulo en el cuerpo desnudo, fijándose en las tetas, en los pezones y en el coño poblado de vello.

- Ven aquí. -

La mujer se acercó mirándole a los ojos. Aunque la temperatura era agradable, tenía la carne de gallina.

Él la tomó por la mano y la invitó a tumbarse boca abajo sobre su regazo. Ella bajó la mirada y observó la erección que se escondía bajo los pantalones de su cliente. Quería tocársela, pero ahora tocaba otra cosa, y sin más dilación se recostó en la camilla sobre el abultado paquete del caballero. Sus mejillas se sonrojaron bajo la mascarilla.

Los segundos pasaban, de algún modo, de repente, pensó en ello. Aquel hombre la estaba mirando el culo. Sí, allí estaba ella con el trasero algo temblón al aire. De pronto notó el dedo de aquel hombre recorriendo la raja de su culete y deteniéndose en el nacimiento de los muslos. Involuntariamente contrajo las nalgas, esperando quizás que el dedo, movido por la curiosidad, quisiese explorar los agujeros que estaban a su alcance. Pero no ocurrió nada de esto y el silencio fue roto por las palabras del castigador.

- Bonito culo. Empezamos. Intenta ser una chica buena y mantener la posición.

La mano cayó con fuerza sobre la nalga izquierda de Patricia quién pillada por sorpresa a pesar del aviso, soltó un gritito. Después del primer azote llegaron otros muchos. Dolía un poco y excitaba un mucho. Pronto las nalgas se pintaron de rojo al tiempo que el sexo todo mojado, humedecía los pantalones del hombre.

El "castigo", aunque intenso, no duró más de diez minutos. Cuando terminó, Patricia se levantó y clavó su mirada en la entrepierna del cliente.

- Va a explotar. Le ayudo - dijo

Él, visiblemente excitado, asintió.

Pronto las ágiles manos de la peluquera desabrocharon el cinturón y liberaron el miembro. Era grande, cálido al tacto y parecía tener vida propia.

- Métemela. - Suplicó Patricia. - La quiero dentro. -

Tras decir esto se tumbó boca abajo sobre la camilla. El hombre se quitó los zapatos, se bajó los pantalones y calzoncillos sacándolos por las piernas y encaramándose sobre la camilla, separó las piernas de Patricia y le metió el pene por detrás envistiendo con determinación.

No pasó mucho tiempo hasta que el goce del orgasmo recorrió los cuerpos de ambos.


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