EL BOÍLE - SAN BENEDICTO - MÉXICO

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Febrero de 2012. Destino Revillagigedo, al sur de la península de Baja California, México. La navegación desde cabo San Lucas, el último punto de costa que bordea el mar de Cortes. La navegación fue una tortura por el estado del mar. Estado que nos acompañó durante todos los días que permanecimos abordo y provocó en muchos de nosotros un mareo casi constante a pesar de los medicamentos que ingeríamos como si fueran caramelos.

La mitad de los pasajeros vivimos en la cubierta superior del barco a pesar del mal tiempo, incluso para comer. Hasta allí subía Rosita, la cocinera, haciendo equilibrios con los platos en la mano para llevarnos la comida, siempre ligera y con la menor cantidad de grasa posible para cuidar nuestros revueltos estómagos. No recuerdo otro viaje vida a bordo donde la cerveza ni la probé.

Siempre estábamos deseando que llegará la siguiente inmersión, no por la inmersión en sí, sino porque debajo del agua la sensación de mareo desaparecía a pesar del mar de fondo que vencía toda la experiencia para mantener la flotabilidad. Tan pronto estabas a veinte metros cuando el mar caprichosamente te arrastraba hasta los treinta. El pitido de los ordenadores era constante cuando ocurría al revés.

La salida del barco para subir a la neumática era toda una aventura. La plataforma de popa era imposible de utilizar porque cuando llegaba una ola quedaba más de medio metro sumergida en el agua. Utilizábamos una pequeña puerta de babor para salir del barco ya con el equipo puesto.

Teníamos que esperar a que una ola izase la barca hasta el nivel de la cubierta y le dábamos las aletas al marinero. La barca descendía más de metro y medio al retirarse la ola y esperábamos a la siguiente para saltar sujetados por detrás por los asistentes del barco y los marineros desde la barca por delante, así hasta que estábamos a bordo los seis buzos y el dive master. Navegábamos hasta el punto de inmersión agarrados fuertemente a los cabos laterales como si estuviéramos encima de un toro mecánico, tan frecuentes en los lugares de ocio mexicanos.

A los dos días ya estábamos acostumbrados a la aventura y nos parecía de lo más natural. Nuestro guía de inmersiones siempre decía que era una actividad para “buzos rudos”.

Una tarde aparecieron ballenas jorobadas cerca del barco y algunos decidimos que preferíamos salir en neumática con lo básico, neopreno, gafas y aletas, para ver si podíamos tiranos al agua cuando estuviéramos cerca y verlas bajo la superficie. Perseguimos algunas pero imposible cumplir nuestros deseos, en cuanto nos acercábamos se alejaban. Pero sí vimos una muy de cerca. Estábamos extasiados mirando una que había emergido a respirar a menos de diez metros de la barca cuando alguien dijo cuidado y lo repitió varias veces.

Detrás de la ballena que estábamos observando emergió otra, tan pegada a la barca que nos  desplazó a la derecha. Una enorme cola negra se alzó sobre nuestras cabezas y nos dio la sensación de que se había hecho de noche. El marinero que iba de pie en la proa intentando divisarlas, en un acto reflejo, saltó al centro de la barca y se quedó blanco al tener la cola prácticamente encima de su cabeza y afortunadamente se sumergió suavemente de nuevo. Si hubiera golpeado el agua con la cola como hacen a veces, inevitablemente habría dado a la barca con las consecuencias imaginables. Una vez pasado el susto coincidimos que había merecido la pena la experiencia vivida.

El buceo en Revillagigedo es impresionante, más de diez especies de tiburones, mantas, langostas descomunales, atunes muy grandes que nadaban a gran velocidad y multitud de  vida grande.

Era el último día y la última inmersión del crucero. Estábamos en San Benedicto justo encima del Boíle. Habíamos visto algunos martillos en inmersiones precedentes pero nunca como aquella vez. Una lástima que ocurrió justo al final de la inmersión y con poca visibilidad. Yo tenía cincuenta bares y estaba haciendo la parada de seguridad junto a otros buzos cuando mi compañero, cinco o seis metros más abajo, me hizo señas de que descendiera. Le indiqué que estaba ya en la parada y le hice la señal de cincuenta bares, sin embargo insistió de nuevo haciéndome insistentes señas para que bajara. Yo era reacio a hacerlo por respetar las normas y debía dar por finalizada la inmersión. Entonces se llevó los puños cerrados a los lados de la cabeza y la señal era inequívoca, había martillos.

Me olvidé de la seguridad y descendí rápidamente a base de aletas hasta unos quince metros. De pronto me encontré rodeado de martillos. No habría más de diez metros de visibilidad pero daba lo mismo porque estaban por todas partes y solo distinguía a los compañeros, de vez en cuando, entre tiburones.

Alguna vez miraba el manómetro para ver el aíre que me quedaba y siempre decidía que el suficiente para seguir allí abajo. Cuando vi cinco bares ascendí hasta diez metros con la intención de subir “a escape” cuando la respiración fuera seca por no tener nada de aire.  Ocurrió. De repente quise coger aire y no llegó. Era el momento de conservar la calma, soltar el regulador de la boca y ascender rápidamente a base de aletas dejando salir el último resquicio de aire que siempre queda en los pulmones. Al llegar a superficie una respiración profunda y problema resuelto. Quedaba hinchar el yacket a base de pulmones para tener flotabilidad y esperar a que llegara la barca.

Cuando estuvimos todos en superficie los cometarios se centraban en el espectáculo vivido con los martillos y sobre todo de los bares que a cada uno le quedaban en la botella. Casi todos los manómetros marcaban cero o casi  y éramos conscientes de que dentro de la imprudencia controlada cometida, había valido la pena.     


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