UNA VERDAD SILENCIADA 1

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Me había quedado sin prácticamente sin los amigos de toda la vida, ya que muchos de ellos se habían casado,y otros habían cambiado de distrito o de ciudad debido a razones laborales o personales. Así que me urgía dar un giro a mi vida mundana y conocer a gente nueva.

Por éso que un día a mediados del año 2.004 a través de Internet me puse en contacto con un grupo de personas de mi ciudad que organizaban todo tipo de salidas recreativas, el cual se reunía en un local que estaba junto a unos grandes almcenes en una zona residencial de la gran urbe.

Por tanto me dirigí allí, y una vez que me adentré en aquel lugar me hallé en una amplia estancia algo sombría con una mesa en el centro de la misma en la que había unas tan elegantes como hermosas féminas que daban el biberón a sus pequeños retoños mientras hacían planes para una próxima excursión, a la vez que desproticaban con ira contra sus fallidas parejas y también contra sus progenitores por haberse desentendido de ellas en su prematura situación maternal.

Asimismo en algunas sillas desperdigadas a lo largo y ancho de la sala había algunos hombres con el ceño fruncido y con la mirada perdida en un punto lejano.

Al parecer se trataba de un colectivo de gente separada o divorciada de sus parejas, que estaban al amparo de aquel refugio.

Entonces se me acercó un sujeto calvo y con un grueso bigote; de mediana edad que con una sonrisa se me presentó.

- Hola. Me llamo Juan - dijo-. Bienvenido a este grupo.

Al devolverle yo el saludo él me preguntó:

- ¿Estás casado?

-¡Oh, no, no!- le respondí.

- Pues ni se te ocurra hacerlo. Ahora que se ha desmoronado la escala de valores de esta sociedad, como la caída del Imperio Romano, sumado a las crisis económicas que se van suediendo cíclicamente y que nos llevan a la incertidumbre laboral, el matrimonio puede ser un infierno.

Hice una expresión de asombro.

- Sí. Se denuncia con toda la razón el maltrato tanto físico como psíquico de algunos hombres a sus mujeres, pero también sucede a la inversa como me sucedió a mí. Pero esto se oculta hipócritamente porque no es políticamente correcto. Es una verdad silenciada y censurada - dijo el tal Juan-. Existen en este país toda una serie de instituciones oficiales que protegen a la mujer, y me parece fantástico que sea así. Pero los hombres no tenemos ninguna institución que nos apoye en caso de que a nuestra esposa le dé por tratarnos a patadas.

- Pues vaya injusticia.

- Ya ves. Yo me casé muy enamorado de una mujer llamada Inés que trabajaba en una empresa de cosmético, a la cual conocí en un fin de semana durante una excursión al Monseny. Al principio Inés aunque no hablaba mucho se mostraba bastante simpática y agradable conmigo. Pero al cabo de un tiempo de habernos casado como a ella sus padres le habían dado una severa educación su afectividad hacia mí cambió como un calcetín y se convirtió en una temible hostilidad, con el propósito de  tenerme dominado como a un adolescente rebelde, de acuerdo con lo que había visto en su familia.

- ¿De veras?

- En efecto. No cesaba de hostigarme, de humillarme y de hacerme un sinfin de reproches constantemente por cualquier simple error doméstico que yo pudiera cometer, para hacerme sentir culpable por no ser como era ella. Según mi ex-mujer ella lo hacía siempre todo bien, mientras que yo lo hacía todo mal. En realidad esta mala relación empezó cuando Inés decía que los hombres pensábamos con los textículos, como si nosotros fuésemos unos seres inferiores a ellas, para derivar en ataques a mi persona dándome a entender de mil maneras distintas que yo era un don nadie. Recuerdo que yo al salir del trabajo llegaba a mi casa, me sentaba en el sillón dispuesto a ver la televisión y mi mujer se acomodaba en el sofá y empezaba a ensañarse conmigo sin parar. Y cuando yo salía a la calle a comprar, o a pasear la cabeza me daba vueltas y vueltas preguntándome obsesivamente ¿cómo era posible que aquello me sucediese a mí?

- Es increíble - le dije yo estupefacto.

- No te exagero nada. Por otra parte Inés criticaba continuamente a mi familia, a mis amigos; así como ante las visitas no dudaba en desprestigiarme provocando la sonrisa condescendiente de los demás como si yo fuese un pobre diablo - prosiguió Juan-. Por este motivo aprendí a guardar mis opiniones, mis pensamientos o mis emociones. Pues yo para ella era un trozo de carne sin alma y nada más.

- Ya. Pero hay una cosa que no entiendo. Si tú como es evidente, no eras del agrado de esta mujer; no te admiraba ¿por qué  se casó contigo? - quise saber.

-¡Ja! Muy buena pregunta. Porque ella, al igual que muchas señoritas, para no ser menos que sus amigas y sus primas qu tenían a sus respectivas parejas, también tenía que formar una familia y se lió con el primero que en aquel momento más tenía a mano que era yo.

- Entiendo.

                                                                      CONTINÚA

 


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