Mi verdadera vocación

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Siempre me ha gustado nadar. Desde que mi hermano mayor me enseñara a no tener miedo al agua y a disfrutar en ese medio, me empeñé en aprender a deslizarme en ella como lo veía hacer a otros usuarios de la piscina. Después me apunté al equipo de natación de un club. Así fue como depuré mi estilo.

Compatibilizaba mis estudios con el ejercicio de ese deporte.

Un día un amigo me planteó la posibilidad de hacerme con el título de socorrista. Era una buena manera de sacar unos dineros para pagarme los estudios y algún que otro capricho. Lo logré aquel mismo verano.

Mi primer trabajo consistió en enseñar a nadar a un grupito de niños. En el día de presentación, pregunté uno a uno el nombre de los infantes y me presenté:

—Soy Juan y estoy aquí para ayudaros en caso de que os encontréis con un tiburón en la playa.

Algunos dieron un respingo de horror, otros se echaron a llorar y un tercer grupo soltaron un grito ahogado. Estaba claro que mi broma no había sido acogida con las risas que yo esperaba. Empezaba con mal pie.

Con inusitada paciencia y muchas horas, conseguí que dieran sus primeras brazadas hasta que, pasado un tiempo, los llevé a la piscina donde no hacían pie.

Los padres de los pequeños nadadores se amontonaban detrás de los cristales exteriores saludando a sus hijos mientras sonreían con orgullo, no exento de cierta preocupación.

La mayoría me dejó en buen lugar chapoteando sin miedo ante sus papás. Tuve que saltar al agua a rescatar a Pablito que se había quedado paralizado en mitad de la piscina. Cuando lo cogí, un fluido caliente salió de entre sus piernas directo a mi estómago. ¿Pánico escénico? Debía tratarse de algo así, porque el chaval siempre había demostrado mucha soltura y confianza. Al acabar la clase, los padres vinieron a abrazar a sus «pececitos». Todos menos el padre de Pablito que cuando vio a su hijo le propinó un tremendo bofetón. Reconozco que me hubiera tenido que callar, pero aquello era superior a mí. Conseguí dominarme y no devolverle el golpe, pero me quedé muy a gusto cuando le grité, rojo de ira, que eso no eran formas de tratar a un niño y que él sería el motivo del pavor del chico. La mayor parte de los adultos aplaudió mis palabras, pero me costó una amonestación por parte del centro. Lo positivo fue que el energúmeno padre moduló su genio con el pequeño, quien recuperó la confianza en sí mismo. Al acabar aquel curso Pablito era mi alumno más aventajado.

Acabé la carrera y pensé que sería fácil encontrar un trabajo acorde con mis estudios. No fue así. Volví a desempeñar la labor de instructor de natación.

Estuve con un grupo de jovencitos en el que ninguno bajaba de las setenta primaveras. En él destacaba Eloisa que no se quitaba los calcetines durante la clase porque se le quedaban los pies helados, decía.

También recuerdo a Serafín, con sus enormes calzones color verde fosforito. Llevaban unos cocoteros estampados, pero el diseño era del todo desgraciado. Dos árboles se encontraban en la parte delantera del traje de baño a la altura precisa para que sus frutos pendieran en una zona, digamos que… comprometida.

En una sesión, uno de los del grupo contó cómo uno de sus amigos solía orinarse en la piscina. Otro replicó que lo hacía mucha gente.

—Si, dijo el primero, pero mi amigo se orinaba desde el trampolín.

Una explosión de risotadas hizo que el ambiente se relajara, tanto que a Fernando se le cayó la dentadura postiza que tuve que rescatar del fondo de la piscina. Yacía como un extraño pez abisal con las fauces abiertas esperando alguna presa.

Irene me comentó que quería aprender a nadar. Sus nietos de 28 y 25 años se la llevaban a Benidorm en el siguiente verano y «ya se sabe que el mar es muy traicionero». Tal vez fuera necesario que ella tuviera que rescatar a alguno de ellos. Dulce, Irene…

He tenido algún trabajo relacionado con mis estudios, pero he decidido que mi verdadera vocación es la de instructor de natación.

Hoy en día, enseño a nadar en un asilo de mucho postín. Me pagan bien y tengo una admiradora de 82 años. De vez en cuando, finge que se ahoga y me abraza por la espalda.

Entonces me suplica que le haga el boca-boca...

 


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