Una historia de monjas

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Convento de Jesús María (México)

Mediados del siglo XVII

 

La directora del convento recibió al confesor en su espacioso despacho una fría mañana de invierno.

- ¿Qué problema le angustia para que me haya llamado con urgencia? -preguntó el confesor, que acudía al convento una vez por semana.

-  Me preocupan dos monjas jóvenes que entraron en el convento hace un par de semanas. Creen que las visita el demonio y se sienten culpables de las desgracias de la humanidad. Creo que han enloquecido. Las he metido juntas en una celda y les he prohibido que salgan de ella salvo para comer y rezar. Una de ellas, Ana de Cristo, ha recogido unos maderos, ha construido una cruz, la ha llenado de púas y su compañera Francisca de San Lorenzo la ata a ella, con lo que se lastima la espalda. La he visto disfrutar en el dolor.  Francisca, cuando la obligo a ir al refectorio a la hora de comer, se amordaza, negándose a comer. No sé qué hacer con ellas.

Mientras el confesor y la directora del convento piensan en la manera de solucionar la situación de ambas monjas, Ana y Francisca, desnudas, yacen en uno de los camastros de la celda, entregadas al placer sexual, se besan por todo el cuerpo, hurgan y meten sus lenguas en los orificios de sus cuerpos, suspiran y gimen de placer.

- Quemaremos la cruz de Ana y obligaremos a comer a Francisca con un embudo si se niega a ello. Habrá que encerrarlas a cada una en una celda distinta.  No conviene que compartan el tiempo con las demás monjas, esos trastornos de la cabeza suelen ser contagiosos. Rezarán, trabajarán y comerán solas, voluntariamente o a la fuerza. Traeré a dos sacristanes para que se les fuerce a todo si es necesario.

- No me gusta forzar a que cumplan sus obligaciones, pero en estos casos no hay otra solución. 

- No la hay mientras no cambien de actitud.

Francisca le cosquillea la vulva y el clítoris a Ana mientras le dice que le encanta su coño y luego le mete dos dedos en la vagina. Los mete y los saca para hacerle gritar de placer, luego es Ana quien coloca su cabeza entre las piernas de su amiga y le chupa con entusiasmo el sexo.

Al día siguiente, dos fornidos sacristanes preceden al confesor y a la directora e irrumpen en la celda de las monjas Ana y Francisca. Están desnudas, Francisca lame las heridas de Ana de la espalda y le acaricia con un dedo alrededor del ano.

- La saliva cura -se excusó Francisca.

Pero los sacristanes actuaron sin contemplaciones, las levantan, las atan y las amordazan entre gritos y pataleos de ambas y las encierran en distintas celdas.

 

-Unos azotes les vendrían bien, puede que se trate de histerismo. Las otras monjas escarmentarán si presencian el castigo -sugirió uno de los sacristanes.

- Me parece muy buena idea -dice el confesor.

A la directora no le parece buena idea, pero calla. El problema se le había ido de las manos y por esa razón acudió en ayuda del confesor. Ahora tenía que acatar sus decisiones.

A la mañana siguiente, atan desnudas a ambas monjas a unos postes delante de toda la comunidad. Cada uno de los sacristanes lleva en la mano derecha un látigo.

- A la monja Ana azótale las nalgas, ya lleva cubierta la espalda de heridas. Veinte azotes a cada una. -ordena el confesor.

Cada latigazo propinado con gran fuerza por los sádicos sacristanes estremece y provoca un grito de dolor de las monjas. Acabada la tortura, sueltan a las jóvenes, que caen medio desvanecidas al frío suelo.

El confesor levanta la cabeza de Francisca tirando hacia arriba de su cabello y le dice que le lama las heridas del trasero de Ana y le recuerda sus palabras: "La saliva cura"

Francisca obedece.  

Las jóvenes, encerradas en distintas celdas, ya no se vieron más.  Sólo se abrían las puertas de sus celdas para darles de comer, un comistrajo caldoso con algún trozo de patatas o de carne negruzca.

U día, una novicia que ayudaba en la cocina le dijo a la encargada que era poco caldo el que le ponía a una de las jóvenes encerradas.

- No me permiten ponerle más -se excusó la encargada de la cocina.

- Yo lo arreglo -dijo la novicia, se subió el hábito y se orinó en el plato. La jefa de cocina se rio de la ocurrencia.

Otra novicia, animada por la idea, cogió el otro plato, se fue con él a un rincón oscuro de la estancia y se cagó en su interior. Desde aquel día, siempre les servían a Ana y a Francisca la comida con orines y excrementos.

Una vez curadas sus heridas, enfermas y desnutridas, fueron devueltas a sus familias.


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