El invierno en el sur

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La señora inglesa no sabía una palabra de español. Yo, a mis quince años, fuera de los estudios, sin trabajo y con dos tres palabras en la boca para no morirme de hambre, era como un oso en busca de la miel, pero ignorando el peligro de las picaduras de las abejas. Y la señora inglesa era una abeja. Pero también era miel sabrosa, tentadora, y no estaba metida en un tarro.

Oliendo como yo olía, más o menos como el Imbécil del cuento de Tostoi, la señora no rehusó que me acercara. Cuando di los primeros pasos, ella comenzó a desabrocharse la blusa, mostrando las tetas más grandes, sonrosadas y redondas que había visto hasta ese día. Me quedé quieto, a unos dos metros de ella. La señora inglesa e quitó la falda y a continuación las bragas. Supe en ese momento que estaba sudando y la sonrisa de la señora inglesa me disculpó. Bajó la mirada hacia mis pantalones cortos. La señora inglesa veía mi excitación. Dio los pocos pasitos que necesitaba para colocarse pegada a mí. Sus manos se movieron para acariciar mi cara, mi pelo revuelto. Las manos en mi boca, que abrió para ver unos dientes blancos, grandes. Y luego las manos bajaron en busca de mi polla y de mis huevos. Bajó la cremallera y palpó la húmeda realidad. No tardó nada en despojarme de la ropa pobre y sucia. Me besó en la boca, en el pecho. Sin meter la lengua. Casi un beso de monja, aunque las monjas nunca dan besos en la boca. Chupó la polla manteniendo sus ojos fijos en los míos. La sonrisa inglesa. Se separó un poco, hasta que dejó de chupármela para tenderse sobre la arena. Una brisa ligera movía hojas y ramas de los árboles en el jardín trasero de la casa. Oscurecía y los pájaros callaban. Abrió las piernas y se acarició. Yo quería correrme. Y luego subirme los pantalones y salir corriendo. Lo que hice fue caer sobre ella como un enorme pedazo de cielo negro. Se quejó con una risa carnívora. Metió mi polla en el conejo y pocos segundos después me corrí. Pero ella no reparó en mi corrida. Para ella todo comenzaba en ese mismo instante.

Fue un invierno lluvioso. Frío. Sin hombres en la mar. Con poca comida en casa. Pero yo comía en la casa de la señora inglesa. Y con ella, con sexo y con libros en español, descubrí un mundo sensual, inteligente, apasionado, salvaje, pero también lleno de vida que era plena y se podía tocar, y oler, y penetrar en ella para descubrir todos los tesoros escondidos.

Descubrí el desodorante, la colonia, el yogourt, peinarme, limpiarme los dientes.

Aprendí a comerle el coño hasta que se corría y se ponía de rodillas mirándome en silencio, casi rezando.

Hablábamos de tantos países visitados.

De sus dos hijos fallecidos en un accidente de coche en el sur de Francia. También de su marido que vivía en Escocia, solo y respetado por la intelectualidad.

Mi familia es así. No hablamos. Bueno, sí que hablamos, pero son cosas que tú no entenderías. Yo bromeo con mis hermanas y mi padre si ha pescado mucho se apunta a pasarlo bien. Mi madre manda. Y si voy a pelarme, primero se asegura que no hay piojos aquí arriba.

Ya eres un hombre.

Hacía pocos días que había cumplido los dieciséis.

Y se fue. Casi terminado el invierno. Me regaló un reloj y una revista pornográfica.

¿Y si regreso el próximo infierno?

Mis grandes dientes blancos aceptaron el reto.


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