El jazz de Magnani y la muerte de Bellucci

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Un garito de mala muerte en un lugar apartado y oscuro de Madrid. El jazz manda.

Un grupo de músicos suecos, noruegos, finlandeses, islandeses, daneses, lituanos, letonios y estonios, se han convertido en los amos de la noche del matarile.

Tocan, sí, como los ángeles.

El mejor jazz en blanco y negro de Madrid.

Y la voz, ella, rubia, sensual, con la boca en rojo y los ojos negros e inmensos. Rubia, de bote, pero perfectamente rubia de bote. Caderas que hacen de Mónaco un circuito para aficionados.

La Magnani, mi Anna, del veintiuno, dejando atrás a mi querida Mónica Bellucci que se queda sin habla mientras escuchamos y fumamos y nos tocamos y lloramos.

La atmósfera es la que se encuentra un israelí en Gaza. Y la queremos así.

El camarero que fue director de cine en los 60, 70 y mediados de los 80 y con dos oscar al mejor director y otros dos al mejor guion nos sirve la bebida y nos enseña el regalito de ayer.

Una raja en la tripa de un cabrón con billetes que cortaban la carne.

Hasta arriba de jazz porque aquí dentro la nieve y las otras tormentas modernas están prohibidas.

Aquí es el jazz el que hace que nos transformemos en santos, demonios, simples personas. Salimos al amanecer ya muertos o comenzando a vivir.

El jazz, pues, lógico también, se alimenta de nosotros. Y pagamos para que así sea.

¿Oyes la música, lector? ¿La escala? ¿La oyes a ella tomando el mando, improvisando porque está segura que la vida es un segundo que se atrapa o se pierde para siempre?

Nadie respira.

Aplausos cortos, en cámara lenta.

Y una conversación anodina.

Bellucci me besa.

Ella comienza a hablar.

Tengo sed.

Y yo

No quiero que esto termine jamás. Esta vez lo digo en serio. Si vuelvo a salir por esa puerta te juro que la mato. Los mato a todos. Que toquen toda la noche, siempre, maldita sea.

Lo harán.

¿Me mientes?

Claro que te miento, pero sería imposible borrar ese deseo de vida de tus ojos.

Bésame

No

Te beso yo.

No

Besaré al camarero, entonces.

A ella. Bésala con pasión. Ve con humildad, pero no mires atrás. Y bésala en el cuello y luego en los labios. Imperceptiblemente.

Me matará.

Pero primero te dará lo que quieres.

Quiero un beso devorador de almas.

Pasión y muerte y el abrazo final antes de comenzar la siguiente canción.

Te quiero.

Yo también te quería, Mónica. Y ahora me quedaré solo. Y el jazz.

Una mujer como Mónica es la hija que pudo escapar de las garras de Bernarda Alba y nadie lo sabía hasta hoy.

Se quita los zapatos mientras camina hacia el escenario. Deja caer el cigarrillo. Se detiene a menos de un metro. De una mesa coge una copa y bebe. Sube al escenario y besa en el cuello a la cantante. Y la besa en los labios como si una brisa de mar se apoderase de Madrid. Mónica abre los ojos y se deja morir con la pasión de la cantante haciéndola suya.

Las manos en la cintura, veraneado en el culo de Mónica, subiendo y bajando por la entrepierna de mi amiga y los cuerpos juntos, levemente en movimiento. Algo de música porque los corazones han dejado de latir hace una eternidad.

Un beso oceánico.

La caída de Mónica al suelo tardó en consumarse toda la noche. Canción tras canción.

 

 


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