La chica cocodrilo

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Voy a confesarlo.

“Sí, ha sido tú el cocodrilo”.

Esta es una declaración que, finalmente, se convierte en una aceptación reprimida que había mantenido oculta por muchos años: Sí, me gustan los “Hombres G”, cada una de sus canciones y cada uno de sus putos discos.

Cuando era un jovencito fresco y admirado por mi belleza apolínea -que yo mismo, con modestia, me sabía fuera de los estándares locales-, compraba sus casetes a escondidas de mis padres y de los chavales en una tienda del bloque que los vendía en formato original. Eran carísimos. No me importaba.

Cuando era cogido quizá cantando algún estribillo -mis padres eran furibundos fans de Julio Iglesias, Luis Miguel y Rafael y mis amiguetes unos adictos a Guns&Roses, Megadeth y Sidney Luper-, las reprimendas y burlas no se hacían esperar.

-¿Esa “G” es de gay! ¡Estoy más que seguro! -vociferaba mi padre, asustado y constreñido.

Los chavales de la esquina caliente, en cambio, arqueaban las manos mientras hacían mímicas con la boca:

“Ma...ri...po...són...”.

Cuando creía que todo eso había quedado atrás, me di cuenta de que me había estado engañando todos estos años.

Ahora que era un buen hombre hecho y derecho, conservador, amante de los valores tradicionales, exigente con el manejo de mi propio autocontrol, y que dirigía incluso un negocio respetable de abarrotería en uno de los barrios históricos de la ciudad, aquella sensación de ultraje, miedo y necesidad de huir no había cesado de atormentarme.

Hasta que me mordió el cocodrilo.

Por razones que no vienen al caso, no había podido casarme, aunque, por las noches de luna llena, lo deseaba de corazón. Siempre soñé con un vestido blanco a la usanza de la era franquista. Las cosas simplemente no se daban y no porque precisamente yo fuera un cobarde. Siempre había estado allí para ellas, aparentando ser el alfa en medio de la jauría, esperando a ser escogido por una hembra con necesidad de protección y sometimiento. Incluso me ejercitaba a diario en un gimnasio para estar en contacto de la cultura varonil correcta y tener muy en cuenta lo que verdaderamente las mujeres deseaban de un hombre, un hombre así, digamos, musculoso, bronceado y bien socadito.

Una tarde de invierno, lejos ya de las turbias nevadas, mientras volvía a casa, un viejo de unos 60 años se rió a mis espaldas y le escuché decir:

“¡Anda, qué ahí va la imagen del nuncafollismo español”.

Claro que aquello me perturbó. Incluso giré mi rostro hacia aquella figura encorvada y me señalé a mí mismo con el dedo, en una pose amenazadora y vengativa. Pero el viejo, rotundo, con su cara seria y amortajada, de arriba abajo, me contestó:

“¡Joder, a que sí!”.

Fue decepcionante. Empuñé los dedos pero me resistí. Mi dignidad sobre todo. Empiné mi barbilla y corrí con los ojos llorosos hasta llegar a casa, donde, con el mundo dándome vueltas por la cabeza, puse a todo volumen aquella mítica canción del 89’, “Chico tienes que cuidarte”, que escuché hasta que mis nervios quedaron lirondos de ingerir tanta soda y Lorazepam; lo único que recuerdo es que, arisco por un terrible fogaje en las piernas, salí a cantarla como un enloquecido por los pasillos del piso, gritando:

“Fui a casa destrozado,

me metí en la cama con un Cola-Cao

y una aspirina

Puse la televisión,

y nada más ponerla

el primer anuncio:

¿¿¿uno de SIDA???...”

Al día siguiente supe que unos tíos bastante guays me habían llevado de regreso a la cama. Ese mismo día supe también que debía probarme que yo era un verdadero hombre: finalmente me atrevería a conquistar a una mujer, a una mujer real.

No les temía. Pero, veamos, seamos sinceros ahora y nunca, a qué sí hay momentos en que sientes algo de asquito por ellas, con sus sobacos peludos y uno que otro día sin bañar. Ojo, lo digo desde una perspectiva higiénica. No homo. ¿Lo de esa bajada periódica y mensual no les surte un efecto acre en la cara? Ay, Dios mío, ¡fuera prejuicios!

Lo cierto es que la mujer española, con su pool genético africano-oriental, voz ronca, ademanes pesados y franqueza, se diferencia en mucho, digamos, de la delicada y agarbada francesa, la lapislázuli alemana o la bella escandinava, pero lo compensa con esa vieja nobleza castellana cautivadora.

Pero más que todo siempre había reculado muchas veces precisamente en el momento en que empezaba a indagar sobre su pasado y sus antecedentes.

Tenía un amigo que era de pueblo, Cardona, ahora recuerdo, que se había criado conmigo en el barrio y que era bueno para los temas de investigación. Él me pasaba los informes de todas las chicas que suponía serían mi desafío viril. Cuando una me gustaba, pronto llamaba al tío y le pedía que procediera.

Sin embargo, los informes siempre eran negativos. Todas chortinas. De una chavala morena, pelo corto, gitanaza, supongo, con jeanes rotos y chaqueta recortada, escuché lo siguiente:

“Vale, tío, que quiero sentirme una chama empoderada y dejarles claro a ustedes los espaletos que conmigo no se pueden pasar.”

Me dije al instante que no se podía convivir con una mujer fuera de toda norma de decencia.

De otra recibí este informe:

“Sabes qué, tío, mejor me quedo con el perro, básicamente, porque así cuando llego a casa hay alguien racional esperándome”.

Por supuesto, ésta era de una anormalidad tremenda.

De otra escuché:

“Claro que tengo el derecho de cuidar y de hacer de mi cuerpo un templo para mí misma. Para mí el aborto es un derecho imprescindible de la mujer moderna. Y no, no hay confusión entre ‘vida’y ‘persona’.”

Qué horror. Una asesina bastante fresca.

De pronto, por este imaginario femenino local, me invadió otra cuestión que se me presentaba como incontestable: como pertenecía a un grupo de varones que velaban por la existencia de un sano patriotismo franquista, conformado por unas 50 personas en la medianía de edad, me di cuenta de que entre nosotros solo habíamos engendrado a 3 niños. Y lo peor, nadie del grupo se planteaba tener más. En cambio, los moronegros y panchitos que entraban en manadas venían con 5 o 6 monitos colgados del hombro. Entré en pánico.

Al parecer el viejo rotundo con cara de piedra tenía razón.

Debía sacrificarme por la Patria y la santidad de la Corona. Una noche fría decidí hacerlo. “Había que acabar con el feminismo y los moronegros”.

Escogí a una puta negra, marroquí, esbelta, de hombros anchos, pelo corto y piernas formidables que vestía una camisa polo Lacoste y pantaloncillo corto a mechas. No le pedí informes a Cardona. Lo que iba a hacer, lo haría en el sigilo. Un cuchillo largo sería mi testigo y mi ejecutor.

-¿Cuánto? -le dije serio sin el previo protocolo callejero. En el fondo quería que me rechazara.

-100 euros -me contestó.

La llevé a un local abandonado en el bloque siguiente.

-Sacate las ropas -le dije, mientras silenciosamente sacaba el cuchillo de mi entrepierna.

El zarpazo sería contundente, a traición y frío.

Pero mi sorpresa fue mayor. Una gota de sudor me baño los labios; me los limpié mientras observaba extasiado cómo saltaba del calzoncillo de aquella morenaza una gruesa, hermosa y musculada verga, bien parada y por demás puntiaguda.

Era una shemale.

Sucedió en uno de esos momentos que abatieron al propio Cristo mientras oraba hincado en el Huerto de Getsemaní; correntadas de sudor bajaban por mi rostro angustiado y, como el nazareno, yo también debía aceptarlo, para que mi sufrimiento se hiciera leve y se convirtiera en una transfiguración milagrosa.

Debía aceptarlo y salir victorioso de él.

Y mientras aquel poderoso instrumento de procreación entraba y salía con fuerza de mi digno y apretado culo, a mi mente llegaba, repetida y divinamente, aquel pegajoso estribillo por tanto tiempo reprimido:

“Has sido tú, que crees que no te he visto

Has sido tú, chica cocodrilo

Has sido tú, la que me dio el mordisco

Has sido tú, has sido tú, has sido tú”


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