La curación celeste (Tercer viaje a la Luna) (1/2)

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      Un calabobos caía sobre el palacio del Sultán, en una de cuyas estancias me hallaba yo contemplando el hacha de plata (símbolo distintivo de los subalternos dedicados a las labores agrícolas) bordada en mi uniforme, cuando una abeja cruzó ante mis ojos. Dije: "¡Ah, número 6129! ¿No te cansas de vagabundear por ahí? Su Majestad la Abeja Maesa te ha echado en falta". Y es que, desde que había sido hecho prisionero en tierra de infieles, tenía la temeraria misión de pastorear las abejas reales, cuya miel el monarca gustaba de paladear. Así que desovillé metro y medio de hilo, lo corté, hice un lazo corredizo en uno de sus cabos y lo lancé hacia el himenóptero, al cual atrapé por el coselete y arrastré por el aire hasta la colmena, situada en el exterior, donde bullían sus compañeras. Esto sucedió en la atardecida y, a través de la lene cortina de agua, pude percibir los plañidos de un rorro. Miré en aquella dirección y vi encendida, a lo lejos, una de las alcobas superiores del palacio y un par de siluetas moviéndose inquietas de un lado para el otro. También pude distinguir la voz grave del soberano: "Por Alá, ¿es que nunca va a parar de llorar? ¡Lleva así tres meses y ni mis galenos ni mis magos han sabido poner fin!"

      Al día siguiente pude informarme más ampliamente de lo que había sido testigo bajo el manto de la noche. Se trataba de uno de los naturales del Sultán, el que hacía el cuadragesimoséptimo, el cual no había dejado de sollozar desde que vino al mundo, lo cual provocaba el consiguiente desasosiego en la vida cotidiana de la corte.

      Dos días después se publicó un bando, anunciando que se otorgaría una gran recompensa al súbdito del reino que diera con la solución a tan ruidoso problema. Aquella propuesta me interesó sobremanera y, tras realizar algunas indagaciones, decidí aceptar el desafío.

      Tras superar con éxito varios filtros, una vez que estuve en la Sala de Audiencias, delante del Gran Turco y sus prebostes, me fue concedido el permiso para hablar. Dije: "Majestad, creo saber el mal que aqueja al vástago de vuestra sangre. Por el año, el mes, el día y la hora de su nacimiento, he sabido que el astro que rige su destino es la Luna, y hasta que no respire su atmósfera y sienta su contacto físico, el espíritu de vuestro retoño no descansará en paz. (Un murmullo de estupefacción recorrió el regio aposento; cuando se instaló la quietud proseguí:) Hum, afortunadamente tenéis delante al único ser humano que ha visitado nuestro satélite y vive para contarlo. Con sumo gusto me comprometo a llevarlo y a traerlo sano y salvo, con el añadido de su total curación".

      El barbudo jerarca, después de escuchar al oído los comentarios de un obeso adlátere que le acompañaba, al tiempo que hacía oscilar los hilos de perlas de su tocado, sentenció: "Así sea. Si no cumplís vuestra palabra, Barón Munchausen, y la palabra de un hombre es sagrada, vuestra cabeza será separada del tronco ipso facto por el filo de una cimitarra, la que lleva al cinto el mejor de mis guerreros, el cual os acompañará en tan formidable expedición y salvaguardará al infante". Y habiendo acabado de decir esto, a un golpe de gong, hizo su aparición, saliendo de las sombras, un soldado de dos metros de altura, un cíclope, un campeador, taillé en Hercule, faces coloradas, faz barbada con largos y puntiagudos mostachos, botas de ante verde mirto de punta retorcida, pantalones bombachos limonados, chaleco desabrochado verde mirto y esférico turbante níveo ornado, por encima de la frente, con un rubí (¿o era plata rosicler?) de gran tamaño.

      Al día siguiente, bien temprano, me puse dos tapones de cera de abeja en sendos oídos y nos dirigimos los tres, el lloroso lactante, el coloso agente y el escribiente, hasta un lejano terromontero, lleno de doblescudos y pinabetes con cagaaceites y ardillas rayadas. Era de noche cuando el jayán turco, a una orden mía, tensó poderosamente un arco largo de tejo, casi tan alto como él, capaz de traspasar con su proyectil una armadura a sesenta pasos, y lanzó una flecha pesada que llevaba atada una cuerda de varios miriámetros de longitud. La saeta fue a clavarse en el cuerno inferior de la Luna y, pasado un cuarto de hora, la soga se tensó lo suficiente para formar, ante nuestras narices, un andarivel estelar. Con el bebé fajado a mi espalda con un chal tipo indígena anudado al hombro, comencé a trepar seguido de cerca por mi membrudo escolta, siempre ojo avizor.

      A medida que nos acercábamos a la nacarada esfera flotante, noté con satisfacción que los lamentos del afligido decrecían en intensidad. Pequeñas nubes albas se levantaron al situar nuestros pies en la Luna; enseguida me puse a buscar una cuna de plata, pues aquello está lleno de objetos y todos ellos de este noble metal. La hallé, forrándola a continuación de paja a manera de colchón y coloqué en ella, sobre el paño, al nacido del Sultán. Después cogí un puñado de polvo lunar y le ensucié sus manitas y piececitos. Nada más hacer esto, el angelito dejó de hipar. ¿Por qué? Porque al fin conocía y sentía, por primera vez, a su ascendiente astrológico. Había respirado el aire y palpado la tierra, el polvo del cuerpo celeste que tan importante iba a ser a lo largo de su existencia.

      Mientras la criatura al fin descansaba plácidamente, me dediqué a explorar, una vez más, el satélite que tan bien conocía, al igual que mi asociado, que se mostraba muy sorprendido. Desde que el rey me lo asignara como acompañante, había tratado de entablar una conversación con él sin éxito. A la enésima pregunta que le formulé, me mostró la causa de su hermetismo: sólo tenía media lengua, sin duda un cruento castigo infligido por sus enemigos. Vi cómo, dando un paseo, se topaba con una reluciente y afilada cimitarra argéntea y, fascinado por su belleza mortal, la sustituía por la propia.

      Pronto llegó la hora de marcharnos. Lo hicimos con una mezcla de tristeza y alegría, descendiendo por el tenso cable por el que habíamos subido. Amanecía cuando, nada más pisar tierra, el movimiento orbital de ambos universos, la Tierra y la Luna, hizo que se rompiera nuestra celeste pasarela; el calor del sol la abrasó, destruyéndola en segundos. Un tracias cada vez más fuerte nos acompañó en nuestro regreso a la residencia real, transformándose pocas horas después en un tornado.

      Muy satisfecho se mostró el Sultán al ver a su pequeño vivo y curado de su dolencia. Eufórico exclamó: "¡Reponed fuerzas!", obsequiándonos al punto con guiso, rebanadas de pan candeal y zumo de naranja, con quesadillas (y pajarete, para mí, pues los mahometanos son abstemios) de sobrecomida. Como recompensa, a su fiel aguerrido le nombró superintendente general del ejército y a mí me concedió la ansiada libertad, amén de colgarme al cuello un pesado collar de esmeraldas y ópalos.

     


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