Cuba

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El comunista apesta hoy más que nunca.

Llevo días matando comunistas.

Estoy empapado en sangre.

Sangre de cochinos comunistas.

Pero este que tengo a mi lado está vivo porque quiero que siga con vida. No hay que tocarle un pelo. Tengo sus pelos contados. Y la orden es clara. Ni un pelo del muchacho. Alimentarlo bien, tratarlo bien, hablarle con educación, que esté confortable. Que ría, que no espere un tiro por la espalda ni palizas. La cosa va en serio y mis muchachos lo saben. Vive a cuerpo de rey el comunista que por último se llevó por delante a los hombres que tenía a su cargo en el piso de M. No dejó uno con vida. Muertos y amontonados en un dormitorio. Más de 20. Primero les disparó. Luego descuartizó los cuerpos. Nada minucioso el trabajo. Un hacha y hacía cortes por aquí y por allá. Todos sin cabeza, claro. El comunista oyó que llegábamos y preguntó si estaba yo. Me asomé. Dejó caer el hacha. Señaló la montaña de fiambres. “¿Con cuál de ellos te quedas? Maricones todos”. Varios de los chicos salieron afuera para echar la pota. Me acerqué tanto a él que podía oír el latir del corazón de la bestia. “¿Y mi mamá?” Le respondí que bien; toda una señora. Reza por ti y por la revolución. “Todavía cree que Fidelito está vivo”, le digo. “Y no cree que los yanquis llegaran a la Luna”, responde.

Primero había limpiado ciudades, pueblos. Aparecían colgados de grúas, puentes. Ejecutados sin más. Siempre desnudos. Algunos castrados. Jóvenes, adultos. En ese plan estuvo casi un año.

Acompáñame.

En la calle nos empleamos a fondo para mantenerlo con vida. Pero las manos llegaban. Piedras, matillos, cuchillos. Abrimos fuego. Al aire. Un poco más de espacio entre nosotros y el miedo que necesitaba venganza. Pero no.

Los dos coches y la furgoneta no se tocaron. Arrancamos y nos fuimos de allí.

Estoy en el Malecón con ganas de ponerme a bailar. Tengo en la cabeza a Charlie Parker. La tarde refresca. Los vivos otean el horizonte.  

Veo llegar a Jorge. Siempre con un libro. Me besa. No sabe nada. Es tan inocente que el mar lo devolvería a la tierra para que los gusanos se cebaran su bondad. Me abraza. Quiere otro beso. Un beso largo.

El libro es de un autor alemán de los 80.

Dice que me quiere. “Tengo ganas de bailar”, le respondo.

Bailamos abrazados. “¿No te importa tanta sangre?”, pregunto.

“¿No te importa esta inocencia mía?

“Bailemos”.

Todo el Malecón para nosotros.

Jorge no sabe nada de jazz. No sabe quién es Charlie. No tiene idea de que con el saxo se pueden crear universos paralelos. Negro como nosotros. Se pueden ganar guerras.

Han pasado pocas horas. Ya estoy otra vez con el comunista. La peste. “¿Se ha bañado?”, pregunto.

“Sesenta y cuatro veces ya”, me responden.

……………………………………………

Él y yo. Solos. Enfrentados. Pero cada movimiento, cada palabra, se ajusta como los mecanismos del mejor reloj. Un gesto en falso, una palabra que no debía salir de la boca y todo se iría a tomar por saco.

Plácido está echado en el sofá. Sin camisa. Lleva un pantalón blanco. Un toallita mojada en la frente. En la mesa que tiene al lado hay platos con las sobras de lo que ha engullido. Bebidas. Muchas cervezas. Fuma. En el asiento al lado de la puerta que es el mío y donde me siento para ver a Plácido. Ahí me quedo. Nos miramos varios minutos sin hablar. Tomo asiento.

Échate una cerveza Lorenzo.

No tengo ganas, gracias.

Bah, siempre el trabajo. A mí me pasaba lo mismo, ¿sabes? Trabajo, trabajo, más trabajo, y venga más trabajo. Ya no podía más, carajo. Y un día…

Lo sé.

¿Lo sabes?

Lo sé todo de ti.

Y yo de ti, carajo. Nos conocemos muy bien los dos. Eso sí es cierto.

Hay un silencio que sirve en mi caso para mirar el color de las paredes. Él no hace nada.

Ah, sí, pero, bueno, es para, ya tú sabes, para hablar y hacer la cosa más cómoda.

¿Estás incómodo? No lo parece.

Noo, pero qué dices. Me están tratando muy, pero que muy bien. Buenos chicos los tuyos. Obedientes. Mejor que mis superiores. Y que mis chicos.

Esa es la orden.

¿Y ahora qué?

Estamos solos tú y yo.

Eso ya lo veo.

La cosa cambiará un poco.

Lo supongo.

Supones bien.

¿A peor?

Para ti sí.

Toca perder.

No.

¿Ah, no?

Yo no lo llamaría perder.

Coño, vas a matarme, pero todavía no sabes qué carajo hacer conmigo. Te pasan por la cabeza las putas ideas que aprendiste por allá. Te enseñaron bien. Yo pierdo, claro que pierdo. Y tú ganas. ¡Has ganado! Y no pasa nada. En una guerra; las cosas son así.

¿Qué guerra?

La nuestra.

¿Tú yo estamos en guerra?

Apaga el cigarro y se incorpora. En pie es todo un gigante. Negro que parece llevar a Cuba en la piel, en los huesos, en la sangre, en los dientes. La cabeza es el planeta entero. A lo mejor se queda fuera Dakota del Norte, pero por poco.

Soy más alto que tú.

Sí.

¿Cuánto mides?

Uno ochenta, respondo.

Bah. Te podría, seguro. Aquí uno noventa y siete. Y mira. Fuerza por aquí y comunismo del bueno por todo el cuerpo.

Ya veo.

Pero soy un derrotado y no tengo ni esto de ganas de volver a comenzar de nuevo. Ah no, chico, no hay ganas ya. Entre tú yo, ¿vale?: los maricones esos que viste, pues te juro por mi madre que recibí la orden de uno de arriba de que los dejara en paz, vivitos y coleando. Libres. ¿Me crees? Que no les tocara un pelo.

Yo di la misma orden antes de tenerte para mí.

Ahí le has dado, compadre. Te ha quedado de puta madre. Antes-de-tenerme-para-mí. Ya, chico, así se manda. Y la cosa es que soy todo tuyo.

Enterito.

Me da la espalda. Ahora es cuando está más seguro. Se pone a mirar el mar. El cielo. Parte de la ciudad.

¿Te acuerdas cuando los dos? Qué risas, qué hembras. Qué noches. Bah, todo pasado. Todo podrido. Lo eché a perder. Y tú, tú; bueno, todavía no me explico cómo coño te hiciste maricón de la noche a la mañana. Porque follabas como Dios manda. Que yo te vi con estos ojos. No había hembra que se quejara del rendimiento. Pero mira por dónde. ¿Qué tiene ese tal Jorge?

¿Qué sabes de él?

Vuelve a mirarme y hace un gesto de “oye tío, por quién me tomas”.

Claro.

¿Estoy en tu lista?

El primerito.

¿Y Jorge?

A él ni tocarlo. Te lo juro. Por mi madre. ¿Me crees?

Casi.

Con las cosas del trabajo no se juega. A él ni tocarlo. Ni-to-car-lo. ¿Clarito?

Clarito.

Enseño la pistola.

¿Tú crees que el comunismo y yo desaparecemos?

Me encargaré de que así sea.

Siempre hay gente que…

Disparo. Va a parar a la pared. Muerto.

Vuelo a mirar el color de las paredes. Ese color mostaza tirando un poco a amarillo de sol que no quiere hacer daño. 

 

 

 


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