Mi viaje a Chile

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Chile siempre me había intrigado. Desde mi perspectiva, era algo así como  las antípodas del Mundo. Por eso no dudé en aceptar la invitación de mi amigo santiaguino y decidí hacer maletas, para marcharme de una vez a conocer ese país glorioso que, sin saber por qué, me recordaba a las gestas de Magallanes y Juan Sebastián Elcano.

A medida que el avión iba bajando, desde lejos, Santiago de Chile me parecía una ciudad como esas de ciencia ficción que construyen en Marte a mitad de la nada, con sus rascacielos de agujas, desperdigados, uno abajo del otro, bien enhiestos, como conteniendo la caída de inmensas montañas secas y de color naranja.

—Como en el planeta rojo, tiene una contaminación por smog del diablo —me dijo en bromas un hombre que al parecer se dedicaba a hacer vinos. Me dijo que era del sur de país.

Reí porque me había adivinado el pensamiento.

—Si viene a la capital —me dijo—, le aconsejo que no hable de Pinochet. Para algunos es un dios que los sacó de la miseria comunista y para otros es el mismísimo diablo asesino en persona.

»Ah, y otra cosa —siguió—. Para el santiaguino, Chile es la capital, así que no hable mal de ella, ni de su agua potable más dura que el cajón del Maipo. Tampoco, si no les entiende cuando hablan con esa su rapidez, no los juzgue ni les diga nada, solo acepte que ellos hablan chileno. Otro punto igual de importante, no se le ocurra compararlos con los argentinos, porque ahí se va a ganar una patada en el culo. ¿Entendió, weón?

Lo dejé en el aeropuerto, no sin antes haber recibido un ofrecimiento para que me pasara por su lugar. “En la zona central las verduras y frutas no sirven, llegan congeladas. Ni las cervezas tienen buen sabor. Pásese por el sur unos días y podrá ver lo que es una verdadera maravilla de la Naturaleza”, acabó diciéndome.

En espera de la llegada de mi amigo, ya en el hotel, decidí ir a relajarme al lobby donde se encontraban tres personas más, todas de perfil caucásico y en la medianía de edad. Al notar mi mestizaje, más ladino que blanco, se hicieron a un lado. No me importaba. Una mujer bien bonita, la recepcionista, se dio cuenta de mi situación y se me acercó, recomendándome que me fuera a dar una vuelta por el Mercado Central, porque ahí vendían las mejores sopas, la “paila marina”, y lo más tradicional de Santiago. “Además, es pura historia”.

En eso estaba cuando un hombre joven se sentó a mi lado; le sonreí en un gesto de buena voluntad. Sacó su laptop y se puso a leer el periódico digital. De pronto, hizo un movimiento repentino que nos alarmó a todos.

—¡A la chucha! —exclamó—. ¡Conchetumadre, 300 mil niños abusados por pederastas de la iglesia católica en Francia! Y lo dice un informe de auditores internacionales e independientes.  

Todos nos quedamos paralizados del asombro. A pesar de la gravedad, yo no estaba con ánimos de preocuparme por cuestiones que estaban fuera de mi alcance. Además estaba de vacaciones.

—No veo en dónde está el escándalo —dijo una señora encopetada.

Al muchacho y a mí se nos cayeron las quijadas. Fue una intervención durisíma.

—Tiene usted un corazón negro, señora —le respondió, indignado.

Ésta se arremolinó en el asiento y se fajó el abrigo de piel de mapuche, como si aquello no le ofendiera en lo más mínimo. Un señor que la acompañaba, al escuchar las palabras atrevidas del joven, agregó:

—Nada nuevo. Son cosas de homosexuales y sus pederastadas. El 99.9% de los pederastas son familiares de las víctimas. Luego el otro 0.1% son: monitores, profesores, pediatras y luego curas. El 85% de todos ellos... sí: homosexuales.

—Qué pésimo —dijo el hombre joven de la laptop—. Sus datos no tienen ningún sustento científico. Se los ha inventado usted en el acto para acusar a los homosexuales por los abusos que ha cometido la Iglesia. Me parece de lo más estúpido que haya escuchado en mi vida.

—¿Por qué cree usted que lo yo digo es una estupidez? —dijo el hombre bastante convencido—. Piense además que esos mismos curas homosexuales, si no hubieran sido curas, serían simplemente homosexuales pederastas. ¿Los criminalizaría usted por esos actos de homosexualidad? La de violaciones adicionales que habrán cometido, por Dios. Eso sí que es un verdadero pecado.

El joven ardía de la ira. Entonces le puse la mano en el codo, como diciéndole que se calmara. De alguna forma, él captó lo que quería decirle. Dirigiéndose al viejo, le contestó:

—Hágame un favor —y después de manera como si le estuviera hablando a un ignorante, añadió—: Vea, hay peras y hay manzanas. No todos los pederastas son homosexuales, ni los homosexuales son pederastas. El pederasta es un depredador que si tiene la oportunidad de atacar a su víctima, sea niño o niña, lo hará sin pensarlo dos veces. El pederasta es un enfermo mental que busca la oportunidad. La homosexualidad es una cuestión de orientación sexual como resultado de la diversidad sexual generada por la Naturaleza.

—No hay tales —dijo el viejo sin mosquearse—. El homosexual es un pederasta. Creáme.

—Ok —aspiró hondo—. Convengamos en que a niños menores los violan homosexuales, porque según usted, a un heterosexual, por muy degenerado que sea, no le excita otro varón. Para usted, esto es obvio, ¿verdad? Pero lo que no es obvio es esa correlación maliciosa que intenta establecer entre homosexualidad y la pederastia porque también hay muchos heterosexuales que lo son y, en cualquier caso, los homosexuales pederastas son un subconjunto dentro de la homosexualidad.

El viejo calló como si no tuviera nada que decir o quizá no pudo entender a cabalidad el razonamiento. Otro señor que se sentaba al fondo del lobby, se acercó y riendo, dijo a secas:

—Yo no me lo creo. Ese informe es falso.

—¿Así que usted cree que todo es una patraña? —le preguntó el joven con la vista puesta en la barba emblanquecida del hombre—. ¿Qué parte es la falsa para usted, la veracidad o la existencia del informe mismo?

—No me creo ninguna de las dos cosas —dijo con gran resolución—. La verdad es que por muy infiltrada que esté la iglesia, yo he ido a colegio de curas y en la puta vida he escuchado de abusos de ningún tipo; además, en los últimos 40 años, cada vez menos niños están en contacto o a cargo de religiosos. Yo hice también la comunión y fui a catequesis y nada de nada. Mientras los que promueven la normalización de la pedofilia no son precisamente los miembros de la iglesia católica, sino, adivinó usted, los homosexuales —y con el porte de un héroe, añadió—: Exijo que les remuevan la mierda a los maricones y paren las adopciones de niños por parte de esos maricas, que ahí de seguro que hay mucha mierda, porque dos maricones con los que he hablado, habían sido abusados de niños.

El joven volvió a suspirar, esta vez con mayor fuerza. Se volteó para verme con los ojos de fuera, lleno de asombro. Sin que nadie lo esperara, espetó:

—Pues no hay más que hablar. Si usted no se cree la confesión del criminal, apaguemos la laptop y vayámonos. Esto es el colmo del cinismo. Óigase, señor, “por muy infiltrada que esté la iglesia”. Qué conspiranoico.

—Poroto mío —siguió el viejo, trivializando la situación—. El informe es de una comisión independiente, no es de la iglesia. Yo lo que digo es que la iglesia no promueve la pedofilia como una ideología de género, parecida a la que los que promueven el islam o la comunidad lgtbixyz o como se pronuncie. En mi vida he oído que la homosexualidad fuera un secreto a voces dentro de la Iglesia cuando yo he ido a un colegio de curas; he hecho la catequesis y demás. En el Opus no he estado, pero vea weón, qué secreto a voces ni qué mi corneta, mis padres o alguien me lo hubieran advertido.

»Un tío mío estuvo en el Opus un tiempo de joven y más allá de la represión excesiva de los instintos no sufrió absolutamente nada ni vio nada ni oyó esas voces de abusos generalizados, diarios, masivos y orgiásticos de niños por parte de curas de los que habla ese informe.

»No me cuadra, no tengo datos, y lo sabe bien el santo de Pinochet en los cielos, pero mi intuición basada en mi experiencia directa me lleva a dudar de ese informe en la misma medida que de los datos sobre Covid-19 de los medios.»

El joven parecía que iba a arrancarse los pelos de la cabeza. Me miraba y decía. “Pero ha visto usted lo que esta gente está diciendo, lo ha visto y escuchado usted, lo puede creer. Pinochetista y negacionista por añadidura.” Yo me encogí de hombros. Hice una mueca indicándole que se calmara.

—Definitivamente, como ciudadanos chilenos, me avergüenzan —dijo el joven, con los ojos enrojecidos y a punto de lagrimear. Se le veía desencajado del ánimo.

De pronto, como sin darse por vencido y luego de escudriñar en la portátil, dijo:

—Escuchen: Hoy mismo ha salido en todos los medios que la Iglesia Católica ha avalado y admitido dichos informes, que el presidente de la Comisión Episcopal ha pedido PERDÓN a las víctimas y hasta el Papa lo tiene claro al eliminar el secreto Pontificio en casos de pederastia.

Los dos viejos y la señora se echaron a reír a carcajadas.

—Gallo —le dijeron con tono paternal—. Está claro que la culpa es de los homosexuales pederastas, de los enemigos de la Iglesia, y, digámoslo de una vez, de ese argentino comunista.

El joven guardó silencio, se levantó del sofá y me dijo en susurros:

—Vente, que estos longuis pichiruchi me han echado la foca. Te invito a una chela, la pasamos chancho y quedamos, weón.

Lo quedé viendo a los ojos, pero por las dudas le dije que sí a todo. Los viejos no cesaban de reír y de congratularse a sí mismos. Uno de ellos se hizo girar el dedo índice en la sien mientras susurraba:

—Cuidao, que está en licencia psiquiátrica.

No me importaba. Acompañé al joven a la salida. Mientras caminaba, me dije que ya era el momento de conocer al verdadero Chile.

 


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