Contraluz

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Todas las noches, antes de acostarse, Maya dejaba separadas las cortinas de su habitación; no bajaba la persiana, quería luz al despertar, quería que los primeros rayos de sol de la mañana entrasen por su ventana e iluminaran su cuerpo desnudo en la cama. Le gustaba despertarse a la luz del sol y que este calentase su piel desnuda, le gustaba sentirla caliente.

Al despertar con el calor del sol, se levantaba y se acercaba a la ventana, quería que, en la penumbra de su habitación, su cuerpo quedase iluminado a contraluz, dando color a su piel, a las curvas que ya no lo eran tanto. No la importaba si alguien la veía en la ventana desnuda, aunque solo fuese por un instante, le daba igual, y casi que lo quería. Añoraba aquellos años lozanos en los que su vientre era absolutamente plano y no escondía nada su pubis; y añoraba esos años en los que sus pechos eran firmes, con los pezones erectos y voluminosos. Añoraba esos años en los que llamaba la atención de los hombres, y algunas mujeres también y les abría su apetito sexual sobre ella. Con los años, y al ser madre, había perdido buena parte de su sexualidad y sensualidad. Ya no tenía la sensación de ser tan apetecible como lo era entonces, por más que cuando podía, se vestía sensual y casi provocativa sin llegar a parecer una puta, aunque ahora que se veía, bien poco le importaba si lo parecía. 

Maya quería sentir de nuevo que era deseada, quería sentir que la desnudaban con la mirada, que la devoraban; quería sentir que otras manos que no fueran las suyas, la tocaban, la acariciaban, quería sentirlas bajo la ropa, necesitaba el calor de otra piel, necesitaba que la hicieran sudar, que le acelerasen la respiración al recorrer su cuerpo; quería que sus pechos hoy caídos llenasen otras manos que no fueran las suyas, ansiaba que unos dedos extraños jugasen con sus pezones y los pusieran duros, quería que esas manos que hoy extraña, recorriesen todos los rincones de su cuerpo, quería que se colasen entre sus piernas y se hicieran dueñas del néctar de su flor fluyendo entre ellas; quería sentir de nuevo unos labios que hablasen con los suyos a besos, que su lengua se enredase con otra, ansiaba que aquellos labios hablasen con todo su cuerpo, quería sentir su calor en el cuello, quería sentir un pecho desnudo en su espalda y unas manos acariciando y cerrándose sobre sus nalgas, antaño firmes. 

Maya extrañaba los días en los que se dejaba llevar por el peligro y la excitación de hacerlo en cualquier lugar, se dejaba tocar disimuladamente en el autobús, o en la oscuridad de un pub o de una discoteca, iba sin ropa interior, o con una muy fina a propósito para sentirlo mejor, se dejaba penetrar con los dedos por cualquier agujero y le gustaba gemir en el ensordecedor ruido de la música y comprobar que nadie la oía y apreciaba lo cachonda que se ponía. Le gustaba ponerse faldas cortas y agacharse con cualquier pretexto para provocar a los demás enseñando el cachete suficiente para ser deseada. 

Junto a la ventana, a contraluz en las primeras horas de la mañana, Maya se acariciaba buscando las sensaciones de su sexualidad ahora perdida, buscaba que sus pechos llenasen el espacio de sus brazos al abrazarse, busca el calor entre sus piernas, buscaba que sus dedos llenasen el espacio que tiempo atrás llenaba una buena polla. Echaba de menos todo aquello, echaba de menos provocar una erección con sus manos y con su lengua, echaba de menos el sabor de un hombre al correrse entre los gemidos que provocaba, echaba de menos que una mujer cerrase las piernas sobre su cara, echaba de menos el 69 y todas las matemáticas que sumasen sexualidad. Hasta extrañaba quedarse dormida junto al calor de otros cuerpos.

A Maya hoy solo le quedaba ella misma mientras esperaba que el tiempo y la vida le diesen una tregua, una nueva oportunidad frente a esos pechos y aquel vientre ahora caídos por la edad y la maternidad. Y así la esperaba, desnuda, junto a la ventana y a contraluz.


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