Vi a Rocío, jurado

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      Tuve la oportunidad de ver en persona a la cantante Rocío Jurado en un par de ocasiones a lo largo de la década de 1980. Las dos veces cuando firmaba discos en promoción (no recuerdo cuáles) en el centro comercial de El Corte Inglés Nervión, en la ciudad de Sevilla.

      La primera vez que la vi -cabello suelto, blusa blanca, chaqueta y pantalones negros, zapatos de tacón negros- estaba en el interior de un coche de alta gama en movimiento, ocupando el asiento del copiloto; la acompañaban otros pasajeros, sentados en la parte de atrás. El negro coche avanzaba por la calle Luis de Morales en dirección a la perpendicular calle Luis Montoto, hasta que finalmente se detuvo delante de una de las entrada/salida del referido centro comercial, la que corresponde a la primera de esas calles.

      Cuando Rocío Jurado observó, detrás del cristal de la ventanilla, que un enjambre de fans histéricas corría a su encuentro, su rostro se contrajo en una expresión de pánico.

      (La firma del disco se había dispuesto en la quinta y última planta, en un anexo. Se trataba de un grande espacio desolado a excepción de una modesta mesa y una silla colocadas junto a la pared.)

      Allí estaba la Jurado, sentada detrás de la mesa, rodeada por el mismo y agobiante enjambre de fans que la había recibido en la calle; todas ellas a voz en grito a la busca de la ansiada firma.

      Contrastaba esta escena de grupo con su contrario. Y es que unos metros más allá, alineado y en el lado más alejado de la puerta, se había apostado su hermano y representante Amador Mohedano. Trajeado en tonos oscuros y solo, con los brazos estirados y las manos puestas una encima de la otra por delante, cabizbajo, el hermanísimo parecía ausente, ensimismado en sus pensamientos como un monje tibetano, ajeno a lo que pasaba a su alrededor.

      La segunda vez que la vi firmando discos fue al aire libre, en el exterior del centro comercial, concretamente en el lado izquierdo de ese ángulo recto característico de su diseño arquitectónico, subida en una alta tarima con escalones sobre la que descansaba una larga mesa con sillas detrás donde se sentaron, además de la tonadillera, varios acompañantes.

      Era una mañana soleada y ella estaba feliz, pletórica -el cabello estirado y recogido por detrás en un moño, adornado con una peineta, vestido estampado-, hablando, por ejemplo, con un encorvado homosexual alto y delgado que se le había acercado por detrás, el cual venía acompañado de otro hombre, este de pie y divertido por ser testigo de la conversación. Una larguísima y quebrada cola de admiradores aguardaba con paciencia a que le llegara el turno a todos y cada uno de sus integrantes.

      Finalizado el acto de la firma, Rocío Jurado se levantó, rodeó la larga mesa y, sonriendo, agradeció y lanzó besos con la palma de la mano al público allí congregado, así como el rotulador negro que había utilizado para la firma, el cual rebotó en uno de los asistentes y cayó al suelo. El joven afortunado se agachó y lo recogió.

    

      


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