La última cena en familia

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1 de Enero, 12:00 de la mañana.

Era mediodía cuando me desperté en el sofá de mi pequeño salón, aún estaba vestido de calle. El abrigo y la bufanda que llevé a la cena de Nochevieja estaban tirados en el sofá, y la resaca que llevaba encima era tremenda, tenía la boca seca, muy seca, y aunque estábamos en pleno invierno, sudaba. Los litros de alcohol de la noche anterior todavía estaban en plena ebullición. Buena manera de empezar el año, y esto no era nada en comparación con lo que me podría venir en los próximos días. Y no me refiero al alcohol, ni a las borracheras.

La noche del 31 nos juntamos la parte de la familia que en Nochebuena no pudimos, y esos éramos mis padres, mi hermano Carlos, Anya, su mujer y yo, mala idea, y no por ir a ver a mis padres, que aunque pueden ser un poco pesados en muchos temas puntuales, se les aguanta, sino por mi hermano y su mujer; por un lado estaba el hecho de que estaban atravesando una mala etapa y andaban más cada uno por su lado que juntos, y por otra parte ahí andaba yo que a la chita callando estaba colado por ella, y no es que estuviese enamorado de ella, pero me ponía mucho, siempre que nos encontrábamos en algún sitio, no podía dejar de mirarla, y no es que fuese especialmente guapa, era guapa pero no guapísima, sin embargo tenía algo que me atraía mucho sexualmente, era muy sensual y sin tener una belleza especial, atraía mucho a todos los que la rodeaban, hombres e incluso mujeres. Conocí a Anya a principios de una primavera lluviosa, cuando ya llevaba unos meses saliendo con Carlos, y aunque entonces no me atrajo especialmente y mi carácter introvertido no me llevo a intimar mucho con ella, fue llegar los primeros rayos de sol previos al verano y ella empezó a ir algo más ligera de ropa, y ahí es donde empecé a darme cuenta de su figura, me fijé en sus caderas y en que tenía mejor culo del que creía. Y de pecho no es que fuese exuberante, pero este era firme y redondo, ¡uf!, me empezó a atraer demasiado, posiblemente como a todos esos a los que se les iban los ojos, hasta empecé a verla guapa e incluso sensual. Y ella lo sabía, me miraba y sin decir nada me lo decía, me sonreía sibilinamente, se colocaba el pelo mirándome o se mordía el labio suavemente en una sonrisa, y yo trataba torpemente de que no se me notase el sonrojo.

Aquella noche del 31 Carlos y Anya habían discutido, él le había puesto los cuernos con otra y ella en respuesta había tenido algún tonteo que no llegó a nada. Sin embargo, esa noche ella ya tenía el vaso de la paciencia a rebosar y estaba tocando el límite. Aunque hablaban con todos de lo más normal, entre ellos no cruzaron palabra ni mirada, la distancia entre ellos era tal que se sentaron uno frente al otro para no estar juntos y al mismo tiempo que no se les notara nada. La cena fue bien hasta que el alcohol se fue acumulando en cada uno de nosotros, lo que sumado al vaso rebosante de Anya, hacía una mala mezcla. Pasado un rato de habernos comido las uvas de la Puerta del Sol y las de Canarias también, me di cuenta de que Anya no estaba con nosotros, Carlos no dijo ni hizo nada, o no se dio cuenta o le daba igual, probablemente era más lo segundo que lo primero. Fingiendo ir al baño, subí a la planta superior de la casa de mis padres, me encaminé al fondo del pasillo de las habitaciones cuando al pasar por una, vi que de ella salía luz por la puerta a medio cerrar, miré y en ella estaba Anya, borracha, con el móvil en la cama y bailando sola una canción que había puesto en él. 

Aún con su embriaguez y la mía, la vi preciosa con aquel vestido de rojo pasión que llevaba esa noche. El vestido dejaba la espalda totalmente al aire, casi hasta donde perdía su digno nombre, lo que le daba una sexualidad imponente, y dejaba bastante claro que no llevaba nada que lo acompañase debajo. No sé si se habría dado cuenta o le daba igual, pero por un lateral del vestido asomaba un pecho, un pecho desnudo que no podía dejar de mirar, ni a él ni a ella, el calor que me provocaba verla aumentaba mi temperatura corporal y mi excitación ya notable en los pantalones. Me vio, vino hacia mí con su pecho aun asomando y abrió más la puerta, tiró de mí y cerró con los dos dentro de la habitación. Pasó sus brazos alrededor de mi cuello y sin decir palabra siguió bailando, yo no sabía que hacer, aunque si sabía en lo más profundo de mi lo que quería, la quería a ella, a su cuerpo, y ella lo sabía. Me beso con aquellos labios que iban a juego con el vestido. Seguramente fue el alcohol que recorría mis venas lo que hizo que me dejase llevar y la correspondiese a ese beso. La tenía atrapada entorno a mi con mis brazos alrededor de su espalda, su piel era cálida, y eso me excitaba más. Me desabrochó la camisa y con sus besos bajó hasta el pantalón, cuando me quise dar cuenta lo tenía todo abajo con mi erección a la vista de ella y a la de cualquiera que pudiera entrar en ese momento. Anya acarició mi erección con sus labios, mis más profundos y lascivos deseos se veían cumplidos en ese instante. Mi verga llenaba su boca, sus labios se cerraban entorno a ella y tiraban suavemente. Sus manos acariciaban y atrapaban suavemente mis agallas, provocándome un gemido. Ella era insaciable.

Se quitó el vestido, debajo de él no había nada que dejar a la imaginación, no llevaba nada más, a duras penas podía contenerme, ella lo veía en mis ojos, en mis labios que me mordía por no morderla a ella. Nos comimos la boca como si no hubiésemos cenado, nuestros cuerpos desnudos se excitaban mutuamente. Echado sobre ella la erección era tal que no podía ser más. Mis besos en su cuello y mi erección empalmada con su entrepierna ardiente le sacaron un gemido más embriagador que cualquiera de las copas que habíamos tomado esa noche. Mis manos y mis labios llenándose de la ardiente calidez de sus pechos, bebiendo de ellos, recorrían sus curvas hasta perderse entre sus piernas. Mi lengua saboreaba el dulce néctar de su flor. Gemidos, jadeos, sudor y penetración llenaban el vacío de la habitación solo roto por una música que ni escuchábamos. Sus piernas y sus brazos me atrapaban, no quería salir de ahí, quería follármela más y más. 

Eyaculación, extenuación y respiración.

Sexo vengativo, eso había sido lo que habíamos tenido, y no me importaba, lo había disfrutado mucho, mis más oscuros deseos habían salido a la luz, estaban saciados, y su venganza cumplida. No sé si fue aquel momento o qué, pero de repente era como si la embriaguez no fuese tanta, el caso es que caímos en donde estábamos y en que en cualquier momento podía subir alguien y vernos, ni siquiera sabíamos cuánto tiempo había pasado. Nos vestimos y arreglamos lo mejor que pudimos. Todo era extraño, sin ser los más afines del mundo, en ese instante habíamos congeniado mejor que una pareja de gemelos siameses. 

Sin arrepentimiento.

Despierto y con resaca cambié todo el alcohol de esa noche por un café que me despejase. No me arrepentía de lo que hice, aunque era la mujer de mi hermano, y eso quiérase o no era una putada. Lo peor no era la conciencia, cuando haces algo que deseas desde hace tiempo, la conciencia no pesa, lo peor era que ella, por tocarle los huevos a mi hermano, tarde o temprano se lo contaría y nos iba a joder a los dos. Seguramente aquella sería la primera y la última vez que me la follase, y probablemente aquella, durante un buen tiempo, habría sido la última cena en familia.


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