El almanaque del conocimiento

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Luis giraba las páginas con desasosiego.

 

Sentado en su silla frente al escritorio de cocobolo de su dormitorio, iba pasando las páginas, leyendo a una velocidad rampante.

 

Ante Luis, las páginas del almanaque cobraban forma. Historias incontables, casi infinitas, que hablaban de temas varios. Historias sobre vidas que empezaban y terminaban de forma abrupta o que ni siquiera comenzaban. Narraciones sobre grandes hazañas realizadas por aquellas personas que el pensamiento colectivo calificaría de héroes. Nombres y actos cometidos por aquellos a los que se calificaba de monstruos. Generaciones y generaciones de historia mundial estaban escritas con sumo detalle y cuidada expresión en las páginas. Nombres que Luis conocía de personas que existían o existieron. Personas que fueron relevantes en el pasado y personas que lo serían en el futuro. Nombres de personas desconocidas que aún no habían nacido y cuya historia no había empezado...

 

Entre toda esa información que haría que a cualquiera le explotara la cabeza, Luis se percató de los incontable nombres y apellidos de personas no tan famosas, aquellos que podrían calificarse de secundarios o incluso meros extras. Nombres que conocía de familiares y amigos y nombres de gente carente de importancia en “su” vida.

 

“Lo sabía. No me equivocaba” pensó. Esta era la prueba que necesitaba. Por fin lo comprendía todo. Durante años, había vivido sin rumbo. Creyendo que algún día descubriría lo que significaba el mundo y su propósito. Y ahora, con el almanaque del conocimiento ante él obtendría sus respuestas.

 

“Por fin seré protagonista de mi propia historia” murmuró en su cabeza.

 

Rebuscó entre las casi inacabables hojas hasta dar con su nombre y comenzó a leer con expectación. Cuando iba por la segunda línea de su página, sacó una botella de agua y bebió un sorbo al leer que cuando llegara a la segunda línea de su página sacaría una botella de agua para beber y leería que sacaría una botella de agua para beber al leer la segunda línea de su página.

 

Luis se detuvo. Releyó varias veces el lioso párrafo. Su respiración casi se paró por unos instantes que le parecieron eternos. En ese instante y dejando la botella al suelo, se levantó de la silla con rodillas temblorosas. Se volvió consciente de la obviedad de la verdad absoluta, suprema y sin censura que tenía ante sus ojos. Fue como ser despertado de la inconsciencia con un chorro de agua fría. Su cuerpo temblaba. Dientes, manos, piernas... Todo. Las funciones de su organismo dedicadas a la defensa y la detección de peligro empezaron a poner en marcha la vasopresina como si estuviera frente al ataque de un animal depredador en estado de hambruna. No sabía si le iba a dar un infarto o una crisis de ansiedad. O las dos cosas.

 

Quería bajar la cabeza y seguir leyendo, pero no lo hizo. Todo estaba escrito. Lo que ahora sentía, el hecho de que quisiera seguir leyendo y no pudiera. El estar debatiéndose entre querer pegarse un tiro o quemar las páginas. O el simple hecho de haber empezado a leer en primer lugar... Todo estaba escrito. Pensaba que al haber llegado hasta este punto, hasta el punto de trascender lo mundano y conocer la verdad sobre la vida y el ser humano había logrado salirse del guión. Pensaba haberse rebelado contra su creador omnipresente y las estructuras de poder que gobernaban la obra, sujetas al texto. En su corazón, Luis de verdad era tan arrogante como para juzgar que no tenia que seguir las reglas de la historia. Él, que solo era un personaje de relleno para hacer funcionar a los personajes de la historia mayor se había atrevido a ir contra los deseos de su creador y declararse protagonista de una obra en la cual a los espectadores él no les importaba lo más mínimo.

 

Luis cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar, consciente de que estas emociones y esta acción también estaban programados y que desde el principio no tuvo ninguna agencia.

 

Salirse del guión, obcecarse con el sentido de su existencia, obtener la verdad y juzgar con arrogancia que un miserable como él podría soportarla... Todo estaba escrito.

 

No sabía quien era su creador ni porque era tan cruel como para hacerle esto. Lo desconocía todo sobre él. Luis desconocía que, pese a ser un extra sería protagonista de un relato que se publicaría en una página web donde escritores juegan con sus personajes y crean mundos a su antojo, explorando sus pensamientos y emociones. Así de irrisorio era su rol, de poco trascendente su historia.

Pero entre lloros, soltó una maldición lleno de dolor, pese a saber que esto también era dictado por su creador:

“Ojalá tú también seas esclavo. Un esbirro de un creador y una narrativa que juegan contigo, con tus pensamientos y tus deseos. Que se apodera de lo que crees que es tu ser y te convierte en nada más que una mera marioneta para transmitir un mensaje al público que observa, desde sus casas, como trasciende la obra. Más que nada en el mundo, espero que igual que yo, tú también sufras, escritor. Sí, serás Dios en mi mundo, pero igual que yo, espero que tú tampoco tengas libre albedrío y estés sujeto a un creador”.

 


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