JULIA

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Antes de llevar a mi hija de visita a la residencia me lo estuve planteando, pero no tenía otra opción. Mi padre vivía en un establecimiento para ancianos en una ciudad distinta a la mía. No conocía a nadie para dejar a la niña y ahora, él estaba grave. Quizá sería la última vez que estaríamos juntos. Pedí unas semanas en mi trabajo y alquilé un piso cerca de la residencia.

Mi padre yacía en la cama. Sonrió al verme, acarició la cabeza de Miriam y se quedó dormido. Imagino que no nos identificó.

Salimos de la habitación. Me fui al baño a ocultarle a la niña mis lágrimas mientras ella se encaminaba a una mesa donde había una anciana.

— ¿Puedo pintar contigo?

La mujer apenas le dirigió una mirada. Mi hija es obstinada e insistió.

— ¿Te gusta pintar? A mí me encanta. Tengo unos dibujos preciosos en mi casa. ¿Quieres que te dibuje un gato?

Decidí volver junto a mi padre viendo que no habría ningún peligro para Miriam estando con la octogenaria. Tal vez, la que de verdad se encontraba en peligro no era la niña, pensé sonriendo.

Permanecí un rato hablando con él de mi madre, de mis hermanos… incluso de Thor, nuestro perro.

Cuando salí, la anciana y Miriam daban color a sus dibujos mientras reían. Parecían conocerse de toda la vida.

Durante tres semanas repetimos el esquema. Yo estaba con mi padre y la niña compartía lápices de colores, cuentos y risas con Julia, su nueva amiga.

El personal de la residencia me contó que Julia era una señora viuda, de muy buena posición, algo solitaria y sobre todo triste. Tenía una hija que no la iba a ver jamás. Alguna vez la llamaba, pero nunca se había acercado a visitarla. Desde la llegada de Miriam, su vida era otra. Se ponía sus mejores vestidos, sonreía y hasta se daba color en los labios.

En cierta ocasión la anciana me habló de sus campos de frutales, de sus haciendas y de su hermoso yate que describía con todo detalle. Efectivamente, se trataba de una persona pudiente. Me comentó también cómo había cambiado su existencia desde la aparición de «ese ángel».

Parece que se pusieran de acuerdo. Mi padre falleció pocas horas después de que lo hiciera Julia. Miriam tardó mucho en reponerse.

Volvimos a nuestra casa. Al poco recibimos la llamada de un notario. Julia había nombrado a mi hija como una de las herederas de su fortuna.

Fui al despacho fijado. Allí conocí a la hija de la anciana que parecía molesta ante mi presencia. El notario leyó con gravedad el testamento. A Miriam le había legado los campos y haciendas. A su hija, el hermoso yate.

Rápidamente quiso saber donde se hallaba el barco. Nada fue más fácil. El secretario le entregó una caja.

En ella se encontraba su nueva propiedad:

 Una réplica del «Queen Mary» de veinte centímetros auténtico Made in China.

 

 

 


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