JAVIER

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Javier es muy diferente a su hermano, mi esposo.    

Acababa de salir de un divorcio traumático y decidimos que no pasara aquél verano en soledad.

Vino a casa en un martes trece lo que ya era un mal augurio.

Mi cuñado es un hombre enorme, de unos 190 cm de estatura y no menos de 130 kilos. Excesivo en todo. Come cantidades industriales de todo lo que se  puede poner en un plato. Incluso duerme junto a un vaso de leche con unas galletas depositadas en la mesilla de noche.

Cuando ríe, lo hace sin mesura. Tiene unos pies inacabables y que dan a la casa un característico olor a cabrales cuando los desnuda. Un verdadero «Big Foot» pestilente.

No es una mala persona, pero goza de la facultad de amar todo lo que detesto. No se pierde una velada de boxeo en la tele. Me ha llenado la casa de las envolturas de caramelos de regaliz que devora a cualquier hora. Su cuarto parece el resultado de una explosión nuclear con ropas y zapatos por todas partes. Le encantan las bromas, cuanto más pesadas mejor lo pasa, gastándoselas a los que tiene a mano que, como es obvio, somos nosotros.

El caso es que una vecina nuestra esta prendada de él. El amor es ciego y la locura le acompaña. ¡Qué gran verdad!

El otro día amenazó con deleitar nuestros oídos con páginas de Bach interpretadas por él en el viejo piano vertical que tenemos en el desván. Para ello bajó el instrumento y se fue a una tienda de música donde adquirió unas partituras del genio de Eisenach.

Yo sabía que sus conocimientos de solfeo son, no limitados, sino inexistentes. La idea de que una creación de mi músico favorito fuera masacrada por mi cuñado constituía la gota que rebasaría mi paciencia.

Ya no soportaba más. Tenía que hacer algo.

 Deshice un potente somnífero en  su vaso de leche nocturno.

En el comedor estaba el piano con sus partituras esperando a su «ejecutor».

Javier roncaba, no sufriría nada. Cogí el hacha y lo hice pedazos. Reconozco que hice mucho ruido…y fue lo que me perdió.

Recogí todo con cuidado, cosa que me costó un esfuerzo considerable, porque era muy pesado. Metí todos los trozos en bolsas de plástico. Hice varios viajes para llevarlas todas hasta mi coche. Cuando la última se encontraba en el auto, la policía me impidió ponerlo en marcha.

La vecina enamorada de Javier me delató. Había oído muchos golpes en mi piso y Javier no había bajado a por su docena de porras diaria para desayunar.

Cuando uno de los agentes abrió una de las bolsas, mi crimen quedó al descubierto. Cinco teclas cayeron al suelo.


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