HISTORIAS DEL MANICOMIO. Uno.

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De repente, tras una intensa y breve mirada, cuando nos despedíamos de la entrevista semanal, y en lugar del frío adiós de siempre, me atrajo como un imán hacia su boca y me besó. Siempre había tenido curiosidad por el tacto de sus piernas y su dimensión más allá del nivel de sus faldas. Y fue una prueba satisfactoria pues eran suaves, regulares, tersas y apetecibles. Sólo cuando empecé a acariciar la zona donde termina la pierna y empieza el glúteo, se desasió. Pero no violentamente, como si uno hubiera traspasado alguna línea roja,  sino como dando a entender que aquello no era procedente, por lo menos en tal momento.

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A la semana siguiente me recibió ruborizada pero en lugar de llevar la falda por dejabo de la rodilla como era habitual, había subido unos cinco centímetros, lo que dejaba apreciar que no tenía ningún defecto en tal zona del cuerpo. Eso me alentó, y en lugar de los prolegómenos de rigor sobre mis obsesiones o falta de las mismas, le dije abiertamente que estaba enamorado de ella.

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Al parecer aquella relación estaba fuera de los protocolos, pues, cuando un tiempo después me dieron por sanado, en lugar de persistir tales escarceos amorosos, que se prolongaron durante toda mi estancia, terminó nuestra relación.

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Tampoco hice demasiadas preguntas pero ahora, unos años después, pienso que lo que la alimentaba era los instintos mórbidos, más que otra cosa. De todas maneras hay que decir que uno era un loco bastante comedido. Un loco razonable, como se señalará después.

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