LA CHICA DEL CAFÉ

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Cada tarde se sentaba en la misma mesa de la terraza de aquel café. Cada tarde iba a la misma hora y pedía lo mismo, un café bombón, aunque no se sabe si lo pedía o lo de bombón se lo llamaba a ella, a la misma camarera de siempre. Iba solo por verla. Esperaba a que pasara cerca para pedírselo a ella, para estar cerca oler su perfume y oír su voz, y si fuera posible rozar su mano y robarle su tacto.

Desde que la vio no dejó de pensar en ella, y cuanto más la pensaba, más la necesitaba y más la deseaba. Se sentaba en el centro de la puerta solo para verla a ella, para verla en todo momento, haya por donde fuese la seguía con la mirada, y aunque leía para disimular, la camarera que también se fijó en ella, sabía que no le quitaba ojo, ambas no se lo quitaban. Al principio le pareció que estaba un poco loca, pero con el paso de las tardes, las miradas, las sonrisas y los roces que sutilmente se daban y no rehuían, esa locura le fue gustando más y más hasta contagiarla. Llegaron a entablar pequeñas conversaciones y hasta se llegaron a tutear, entre ellas nacía una amistad y sin buscarlo, algo más.

Las insinuaciones entre ellas eran cada vez mayores y más descaradas, apenas se molestaban en disimular, sin hablar de todo se decían y hasta con la ropa se buscaban. De ir a aquel café con ropa informal, pasó a ir con vestidos y faldas enseñando pierna y marcando las bragas que en alguna ocasión ni llevaba, y eso la camarera lo notaba, y pensando en lo que aquellos vestidos y faldas ocultaban se excitaba y deseaba. Ella, la camarera, por su parte, desabrochaba algún botón de la camisa del uniforme del café dejando ver con disimulo y sin descaro parte de su firme y notable pecho puntiagudo, acto que su cliente favorita acompañaba con otro botón, o un par desabrochados, haciendo que la excitación de ambas fuera a la par.

Una de esas tardes de insinuaciones, tonteo y un cada vez más ardiente deseo, al pagar su café, añadió a la cuenta una nota escrita a mano en la que le decía que la esperaba en un parque cercano al acabar el turno, y ella fue, fue en medio de una tormenta de pensamientos que iban y venían, una tormenta de nervios, deseo y excitación. Llegó y la vio sentada en un banco, mirando a un lado y a otro, dándose cuenta de que ella estaba igual. Al llegar, se levantó, se sonrieron y se dieron la mano, tiró de ella y se la llevó corriendo hasta atravesar el parque y llegar a su casa, donde no aguantó más las ganas y acariciando sus mejillas suavemente, la besó. Fue un beso suave y a la vez intenso, prolongado, sin despegar los labios.

Se desnudaron en el salón, poco a poco entre caricias y besos, besos en los labios, en la cara y en el cuello, se buscaban el cuerpo la una a la otra con irresistible deseo, compartiendo calor. Y se tumbaron, se tumbaron en su alfombra mullida y algo fría por el suelo, y pegaron sus cuerpos calientes y desnudos, piel con piel, fundidas las dos.

Se buscaron la piel, y el oído con palabras que solo ellas se podían escuchar en una expresión de deseo lujurioso; sus pechos llenando sus manos y sus pezones erectos en contacto con la lengua provocando excitación y gemidos que pedían más, recorriendo sus cuerpos, recorriendo cada centímetro de piel, abriendo su ardiente flor, deseosas de saborear su dulce miel.

Cuerpos contorneándose entre besos y lamidos, jadeos y gemidos, manos y dedos explorando y metidos hasta Dios sabe dónde, corazones desbocados de cuerpos sudorosos y calientes, entrepiernas húmedas, muy húmedas y latentes. Lenguas explorando la profundidad de su flor, hasta terminar en un beso de sexo, agitación y agotación.


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