El misionero

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Cuando me adentro en la tribu Wisutsi me sorprende su sello peculiar y distinto a cualquier otro poblado de África que he visitado anteriormente. La posición de sus chozas es distinta y forman calles singulares de carácter aleatorio pero que convergen en puntos concretos orientando sobre a dónde dirigir tus pasos. El tamaño de las mismas y sus formas especiales en nada se parecen a lo usual en la zona.

Lo que más me llama la atención, sin embargo, es el número de jóvenes mulatos que supera al de los negros, así como la jerga que hablan, mezcla del idioma local y de un inglés peculiar del que resulta un lenguaje extraño pero cantarín y alegre.

El misterio se me aclara dos días después cuando vuelve el misionero, Thomas Walsh, un hombretón irlandés barbudo, de cara afable, gestos resolutivos y mirada tan profunda que aparto mi vista por miedo a que lea mis pensamientos más íntimos.

Me abraza en confianza, me acuna con sus fuertes brazos y me quedo cogida sin intención alguna de abandonar su cobijo.

Ha estado tres semanas fuera y a todos le parece una eternidad a tenor de cómo lo reciben y agasajan. Especialmente las mujeres, que se congregan a su alrededor con un fervor al padre espiritual más allá y expresivo del lógico presumible.

Al final está su casa y aledaños, consta de vivienda, colegio y zona de recreo para los más pequeños, es también lugar de reunión y centro de decisiones. A su lado está la casa del jefe del poblado y hombre de estado, es más pequeña, pero con el techo más alto y decorado con colores vivos, haciendo valer su jerarquía. En la puerta de ésta está él, acomodado en un sillón de madera artesanal, observándome con curiosidad, es rechoncho y de panza prominente, tiene la sonrisa esquiva y la mirada inquisidora o permisiva, según le da.

Pero vuelvo a mi hombre clave, Thomas se aparta de cualquier símil o características del misionero tradicional, en este caso protestante. Con su hablar me introduce en su mundo del que no quiero salir. Cuando me habla en inglés su voz tiene una entonación grave y dispara las frases con rapidez. Por el contrario, cuando lo hace en español es cálida y melodiosa. Es como si se tratase de dos personas distintas y con ambas me cautiva. Me cuenta que en Ecuador aprendió no sólo el español sino a ser persona, allí experimentó un cambio profundo que le trajo a África. Me explica que se volvió vulnerable en lo afectivo, necesitado de los demás y la fuerza intensa de este lugar propició la entrega absoluta que buscaba.

La redacción del periódico al que me debo (compra mis curiosos reportajes, incluso a veces locos, que realizo a través del mundo, en un deambular sin rumbo fijo), a diario me envía nuevos proyectos y encargos que ahora estoy dejando a un lado.

Mi actividad freelance me permite ser libre, entre comillas, porque tengo gastos fijos en España y, además, este continúo andar de aquí para allá no es barato. Debo aprovechar las circunstancias especiales que dan valor al trabajo a realizar. De ahí, que me mueva en ideas contradictorias, el tiempo de estancia aquí ya está amortizado y diría que muy bien. El corto documental realizado es realmente extraordinario por su peculiaridad y realismo, pero me cuesta poner empeño en otro sitio, a pesar del interés que me despiertan los apuntes que recibo de otros lugares. Me ata y de que forma la personalidad arrolladora de Thomas, y, no sé, salir de su embrujo.

En mi carrera periodística me he topado con todo tipo de personas, atractivas, con carisma, inteligentes, pero nadie con la intensidad de este hombre lleno de convicción.

Estoy pasando a limpio unos apuntes que hago en una libreta de rayas, y percibo como su figura cubre parte de la entrada de luz y su carraspeo me advierte de su intención de adentrarse en mi campo de acción. Le he dado confianza y sabe que no es intromisión. En realidad, me encanta que me preste atención. En esta ocasión pone su mano en mi hombre y ambos percibimos que está cruzando una línea nueva. Siento la presión de sus dedos y algo se me tensa dentro. Coloca la otra mano en mi otro hombro y la presión es otra, inicia una forma de masaje relajante que a mí me altera glándulas sin nombres propios. Me echo hacia atrás en un manifiesto consentimiento o aprobación. Apoya entonces su barbilla en mi cabeza en un gesto tierno y de intimidad. Llevo demasiado tiempo en celibato obligado y mis órganos se despiertan de forma sorpresiva adelantándose a los acontecimientos. A la humedad de mi entrepierna se suma un calor repentino en el pecho. Se me erizan los pezones y temo que empiece a gritar de un momento a otro.

Nada de esto le ha pasado desapercibido porque sin más, cierra la cortina de la entrada, pone un banco detrás advirtiendo privacidad y cuando está de nuevo a mi lado ya estoy esperándole de pie. En esta ocasión no utiliza su arma favorita la palabra, me abre sus brazos y me introduzco en ellos permitiéndole hacer. Me besa y le respondo entregada. Nos echamos en el jergón y el tiempo queda colgado a su merced, me acaricia con sus grandes manos con una delicadeza firme y posesiva. Estoy totalmente perdida y me faltan respuestas, demasiado es que no me desmaye como una colegiala inocente. El impulso me lo dan sus besos, cada vez más apasionados. Busco su ariete y me sobresalto al palparlo, su virilidad es espléndida como todo él. Quedo contraída, expectante, sin capacidad para reaccionar por mí misma. Me coge en brazos de forma amorosa y tierna, me posiciona adecuadamente (siento debajo las prendas aún sin estirar) y sin pensar me abro de piernas deseosa. Es mucho hombre para mí, lo sabe y actúa con delicada prudencia. Estoy tan ardiente que mis flujos facilitan su penetración. Tengo la impresión que me invade en lo más profundo. Me besa apasionadamente, pierdo la conciencia y me llena por completo. Comienzo a gritar perdida la razón, se mueve dentro de mí con movimientos cortos y continuos. Entro en un estado de locura jamás imaginable y me corro una y otra vez llenando de epítetos guarros una atmósfera ya cargada con un olor a sexo que me excita y pervierte. Percibo cómo llega a la plenitud y acelera y pierde el control, sus acometidas son tremendas y temo desmayarme. Intento relajarme, pero una fuerza arrolladora me invade y le pido más, aún asustada de mis propios impulsos.

Desde aquel día frecuenta mi choza de forma habitual, incluso algunos enseres suyos están desperdigados por ella en clara señal de posesión.

No tengo intención de dejar este lugar lejano y perdido al que me he incorporado como un designio de la providencia (es una forma de llamar al arraigo que me provoca mi constante deseo de Thomas), quizás cuando nazca mi hijo/a tomaré una decisión más ajustada a mi realidad y a mis obligaciones para con él/ella. Ahora, me siento incapaz de dar un paso de alejamiento de su plenitud.


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