El pulso electromagnético de Janov

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El atardecer se ilumina por un abanico de rayos dorados y agradables que peinan lo alto de la bahía, por lo que la visión del meteoro no hace más que añadirle un homérico efecto de magnificencia; su inevitable paso acaba por generar una sensación de alarma que se deja sentir por todo el escenario. Las aves se apartan y vuelan a esconderse en los acantilados; otras, agazapadas sobre las rocas, observan cómo la cola de fuego va alargándose y dibujando con ella una curva cuyo punto de salida colapsa en el aturquesado océano.

El impacto es mudo, liberado de dudas y razones; en segundos, surge de las aguas un furioso hongo que las rebana diametralmente sin que nada ni nadie pueda interrumpir su paso a través del espumoso manto. La costa cercana sufre callada los embates de su poder demoledor.

La seta se disuelve, pero deja tras de sí una figura alta y arcana, parecida a la de un tótem, anclada en mitad de la costa, que el sol, a contraluz, convierte en una sombra fantasmagórica. Mide al menos unos treinta metros de altura; su configuración es temible y regia.

El titán se eleva hacia el centro de la bóveda; gira sobre su eje, una y otra vez. Con medido tiempo, desciende por donde subió y se queda ahí, inmóvil, entre las olas. Sin ofuscamientos, inicia su lenta marcha hacia la playa.

A cada paso que da, las aguas se revuelven y forman turbulentas espirales que se transforman en una larga muralla bajo sus pies. Cuando llega a la orilla, en su faz se descubre la presencia de una conciencia humana: efectivamente, es uno de los primeros seres humanos que evolucionaría hacia una entidad virtual y mecánica en busca de la legendaria inmortalidad prometeica; en otras palabras, es un ser que los cantos de gesta describen como primordial robótico. Separa una caja de un compartimiento oculto. Es una cápsula de supervivencia. La posa sobre la arena y la despliega. Un gaiano descansa adentro. Es el joven Darían Janov.

–Despierta –lo urge el cíclope metálico con voz de trueno–. Queda poco tiempo.

El gaiano parece que ha muerto; su rostro, límpido y de buen carisma, por fin se arruga y su estómago puja con fuerza; vuelve a la vida. Su aura desprende mesura y paciencia, pero también firmeza y determinación.

–Ruwa… –articula, adormilado, respirando hondo; posee un aparato auditivo que lo habilita para escuchar con claridad la voz del coloso–. El momento ha llegado, ¿no es así?

El gigante afirma con la cabeza y contempla la fragilidad de su compañero: entiende que en ella descansa su fortaleza. «Posee una capacidad física nula para el combate cuerpo a cuerpo, pero su inteligencia y sentido común acaban por compensar cualquiera de sus falencias».

Alza la vista y lo que ve le preocupa: El cielo comienza a llenarse de cientos de nubarrones, de los que despuntan a la sombra sendos cañones láser. Son buques de guerra gravíticos que pertenecen a la Duodécima Legión Kybernes del Ejército Argerna, gloria asesina del emperador Killary III. La capitanea el condecorado general Hakan Grandou, hombre aficionado a la huera pluma, que utiliza para historiarse guerreando en eventos heroicos y aventurados; busca, sobre todo, con narraciones largas, aburridas e ilegibles, convencer a la Corte y los altos funcionarios de su incomparabilidad como paradigmático estratega. Hasta ahora no le ha ido mal, pero ya comienza a estropear la buena fe que de él tiene el emperador.

Ha venido para concluir su misión y para infligir una pena. Persigue con denuedo a lo que considera su botín mayor –encarnación suprema de sus ambiciones que lo consagrarán en los anales argernas–: la captura del líder de la Resistencia Galáctica, Darían Janov, y del primordial robótico, Ruwa, quienes no hace mucho se le habían escapado luego de una épica batalla librada en el centro de la galaxia.

Altivo y vanidoso, desciende en una pequeña fragata que se desprende de un destructor nodriza; conserva cierto respeto por los fugitivos; posiciona la nave entre la playa y su legión. Una puerta se levanta y del fondo aparece la vigorosa entidad cibernética del general. Resalta su brazo lumínico, también célebre por hacer añicos de un solo disparo a los más grandes enemigos del pueblo argerna, mientras les lanza una bien gastada perorata que convierte a la vana intelectualidad en una cosa práctica y efectiva.

«Los ganadores harán de los perdedores lo que quieran. Los más grandes filósofos de lo bellum justifican este proceder invocando el derecho de conquista, empero yo, por el amor a la justicia divina y la grandeza palatina, discrepo. Procuro, si el enemigo es aun más grande que mi persona, en remediar primero con el diálogo, las cadenas y la mazmorra; por último, si las palabras se acortan y la emoción se alarga, remedio su indigno sufrimiento con la aplicación de una muerte indolora.»

Suele congraciar su estilo literario con una mezcla de romanticismo y barbarie cuando se trata de los asuntos de la guerra:

«En los oficios de la conflagración, como en las artes amatorias, el curso de los acontecimientos se encuentra siempre sujeto a las causas más baladíes. Así, no seamos tan temerarios como para atreverse a tentar el destino, y, en cambio, dejemos que los tontos sigan convencidos de que lo importante es el plan y la teoría. A veces la gloria no entiende de esperas ni de formalismos, como bien lo entendió el prehistórico comandante Comporilliov cuando atacó a los relvéticos que se negaban a luchar porque todavía no era luna llena».

Con una voz templada, algo sardónica, su imponente aspecto discrepa de su encantadora personalidad. Para un guerrero como él, Darían Janov es un ser insignificante. Pero no guarda los mismos sentimientos para Ruwa; le teme debido a su potencia bélica. Así que con cuidadas palabras, quizá para ablandar el corazón de su enemigo, se dirige a sus ahora prisioneros:

–Contrarios míos, reciban del Imperio y del general Hakan Grandou una afectuosa salutación.

Recibe, casi groseramente, una respuesta llena de indiferencia. El semblante afilado de Janov le hace repensar sus palabras; Ruwa continua absorto, en una posición de silencio, sin que esto sea motivo de angustia para el general.

–Me complace manifestar –sigue con su exordio– que en toda mi carrera militar nunca había tenido el honor de enfrentarme a rivales tan formidables. Han peleado sin miedo, lo que es digno, si tomamos en cuenta su natural inferioridad y mis intrépidos atributos. Debo confesar que no venía preparado para enfrentarlos y que tal descuido casi me cuesta la mitad de mis legiones. No volverá a pasar. Finalmente los he atrapado.

Ruwa alza la cabeza y la apunta en dirección hacia la astilla de la región de la Gran Ruptura. Janov sigue impertérrito, sin apartar por un segundo la mirada, acaparando toda su atención.

–Soy un hombre razonable –continua–. He batallado en las más violentas campañas contra los gaianos y sus aliados, a quienes conquistamos casi sin esfuerzo, he sometido a vastas regiones de la Vía Láctea, incluyendo aquellas que sobrepasan su disco, último refugio de la humanidad; he renunciado al triunfo que se me debe y he castigado con fuerza y sin rechistar la insolencia de los insurrectos. Todo en nombre del emperador de Galaxia, Killary III, “El Obstinado”, pregonando con el ardor del creyente y el fanatismo del súbdito la verdad de sus buenas nuevas acerca de la unión y la solidificación de un nuevo imperio, que ofrece justicia, paz, y planetas para todos sus ciudadanos, no solo para unos pocos privilegiados.

»Pero hasta ahora nunca nadie me había presentado semejante oposición, impresionándome de tal manera como lo han hecho ustedes. Su capacidad de resistir los dolores del desánimo y el escarnio del fracaso, es una cualidad difícil de poseer y de ser soportada, incluso más que la propia muerte, y revela ante mis ojos la grandiosidad de su espíritu de soldado. Podrían incluso consagrarse en las filas de mis legiones espaciales. Por ello, lejos está el rencor en mis pensamientos; tampoco busco venganza. En agradecimiento por su ostentación de valor, les ofrezco una segunda oportunidad de vivir.»

Ruwan y el joven Janov siguen sin replicar. Éste último recibe un mensaje inalámbrico de Ruwan, y procede con levantar el brazo, tocar un botón ubicado en el bolsillo derecho de su traje y emitir una señal que se pierde en el espacio.

El general, ensimismado en su triunfalismo, se pregunta: ¿Qué decidirán ahora que se encuentran al borde la muerte?

Por ello interpreta el gesto del gaiano como una especie de sumisión pacifica; no obstante, con la pericia de los años, de manera mecánica, sin fiarse incluso de sí mismo, manda a consultar con uno de sus oficiales:

–Averigua el estado de mis tropas emplazadas a lo largo de la órbita del planeta Ciberión.

El oficial responde con un escueto informe: “Sin contratiempos, mi señor”.

Confiado ahora por la gallardía de su ejército, el general no quiere retrasar su viejo ritual de sometimiento: alarga la mano y deja a la vista su espléndido anillo de hierro con forma de falo, que para él representa la máxima expresión creativa de la Naturaleza, una rara y sorprendente agudeza intelectual de su parte, si tomamos en cuenta que la mayor parte de su cuerpo está compuesto por componentes robóticos. Girando la cabeza hacia un lado, hace un ademán de ofrecérselos, convencido de que esta merced es digna de su trato y rango.

–Bésenlo –dice sonriendo benévolamente–, y tendrán mi misericordia.

»En caso contrario, la larga oscuridad les espera», acaba consumido por un deje de soberbia histriónica.

Sus palabras no perturban a nadie, lo cual le asombra; arquea las cejas, en tanto rumia a causa de su mordacidad castrense. Se siente obligado a responder con escarmientos, pero su espíritu de hombre de letras y filosofía lo detiene. Le intriga con tremenda sorpresa la serenidad de sus almas, su férrea voluntad a los designios y, sobre todo, su habilidad guerrera, la que por poco le hacen sucumbir en espacio abierto. «Aun rodeados y atrapados por las armas y los hombres más letales, no ceden en sus principios, como tampoco se acobardaron en el momento que tuvieron que enfrentar a un ejército cien veces superior en número». Su fin, con todo, les había llegado nada menos que de la mano de los sulmakianos, la orden feudal de la baja nobleza argerna, de quién no se esperaba más que quejas y clamores.

Una vez más, vuelve a convencerse de que sus aforismos no le han defraudado. Por pura casualidad, mientras hacía una visita oficial y tributaria a la región de la Gran Ruptura de Sagitario, específicamente al planeta Ciberión –cabecera de la Confederación Aliada de Sulmaki, ocupada durante la tercera ola de la invasión andromedaica a Galaxia, el antiguo imperio de Gaia–, sus nobles se le habían arrodillado rogándole con lágrimas en los ojos y la mayor de las lástimas que cargara contra los rebeldes de la Resistencia. Éstos se habían tomado como resguardo esa astilla cósmica que sobresale en la planeidad del brazo galáctico. Argumentaban aquellos caídos nobles que esto no era más que una estratagema para preparar un asalto a la capital imperial situada en el bulbo lactoso.

Que traducido venía a decir que los rebeldes no habían vacilado en reconquistar a los planetas confederados con auxilio de los nativos, apropiándose de todas sus ciudades y dejando a la aristocracia argerna expuesta al crudo rigor de la tiranía aborigen y que aquello no era un buen presagio para un imperio que se vanagloriaba de ser implacable e invencible. Su líder gaiano, Darían Janov, decían, era un hombre bárbaro, iracundo y temerario, y no se podía aguantar más ya su despotismo. También decían que era una especie de mago ante quien sucumbían todos los osados que tuvieran el arrojo de enfrentarlo. Si el emperador Killary III no encontraba pronta solución, los argernas ahí apostados se verían forzados a abandonar la confederación en favor de otras regiones más distantes.

El general, con buen tino político y enterado de la debacle, los consoló con razones contundentes, jurando ante ellos que él se haría cargo de los problemas que tan reciamente les aquejaban. Con la mirada puesta en el horizonte, les confió que concebía la firme esperanza de devolver a cada uno sus beneficios, autoridad y plenitud total de tan reales derechos. Esto pondría fin a tantas violencias y traería la ansiada paz.

«Un golpe de suerte», se dijo a sí mismo ya alejado de aquellos afeminados embajadores. «Tengo cogidos a los líderes de la Resistencia, a un palmo de mi mano. Como gran general de las legiones veteranas, esto me confiere el impulso popular necesario para llegar tan lejos como el trono mismo de Galaxia.»

Viendo la oportunidad de granjearse una ganancia, carga contra los rebeldes tendiéndoles una trampa que involucra a agentes dobles del ejército de la confederación. No le fue difícil atraerlos. Hasta el mismísimo Janov se había presentado para hacerle la guerra, la que resolvió en cuestión de minutos tras una épica batalla. Inesperadamente, el líder gaiano cambia de opinión y no encuentra más salida para su derrota que el escape; abandona a su gente, que no tarda en huir durante el caos.

Ahora lo tiene atrapado en la playa, y el general sigue pensando en materializar sus otros "secretos" planes: la silla imperial. Necesita de muchos aliados, por tanto, se ve obligado a requerir el apoyo incluso de los enemigos del Imperio. ¿Pero a qué costo? ¿Con el de convertirse en traidor?

–Por favor –les recrimina con un atisbo de ingenio–, no me obliguen a rogar por sus vidas. De ti, Darían Janov, enemigo de los mundos de la galaxia, espero mejores luces. Presumes de un buen criterio y una sana inteligencia. Vamos, adelante. La derrota no es sinónimo de cobardía.

Tras un largo silencio, conmovido por la actitud del general, el joven Janov se digna en objetar:

–He escuchado con paciencia cada una de sus palabras, general Hakan. Son, en efecto, un reflejo de su malformada educación cibernética, corta de perspectiva y larga de avidez. Mas, se equivoca usted al etiquetarme como enemigo de la galaxia, pues no lo soy, como tampoco lo soy de sus mundos ni de sus pueblos. Soy, ante todo, enemigo acérrimo de su déspota emperador. En cuanto al alzamiento de los planetas de la confederación de Sulmaki, no hace mucho estaban prontos a darle rehenes, obedecerle y tributarle antes que suministrarme refacciones y armas. Pero es tan grande el resentimiento y tan universal su odio hacia el emperador y sus abusos, que no ha sido posible detener el influjo de indignación que los nuevos impuestos y los rutilantes gobernadores han empujado sobre sus cabezas, no teniendo más remedio que regresar a los brazos de la Resistencia, su antigua base política de liderazgo.

»Agradezco su conmiseración y benevolencia, general. No las necesito. ¿Está usted seguro de que su legión de veinte millones de argernas podrá hacerle frente a billones de sulmakianos de la Confederación? Sobre todo, ¿está seguro de que ese amuleto fálico, símbolo por excelencia de Gaia, funciona para seres con menor autonomía orgánica?

Hakan rompe a reír y no para de echarse carcajadas. Le parecen graciosas las palabras de este niño que se esfuerza por parecer cortés y educado.

–Darían Janov, es usted un jovencito sumamente perspicaz, adornado además por una agudeza virtuosa, muy a pesar de su debilidad física y escasa apariencia militar. Me congratulo por este descubrimiento. ¿Pero acaso no existe una diferencia abismal entre ejércitos formados por milicias como la Resistencia, donde todos los hombres de un planeta capaces de empuñar las armas no son más que fantoches inútiles de maniobrar durante los lances cruciales, y un ejército argerna formado por tropas de línea y soldados profesionales a los que el fragor del conflicto no amilana ni confunde? ¿No ha aprendido usted de la rápida conquista argerna del eximperio de Galaxia sin que ninguno de sus mundos haya podido ejercer ni la mínima oposición?

El joven Janov sonríe, estira la punta de los labios hacia arriba y le señala que se gesta un amotinamiento en el cuerpo de sus tropas. Entonces, mientras Ruwa se eleva con los brazos abiertos hacia lo más alto del cenit, le responde de manera escueta pero sentenciadora:

–Estamos aprendiendo, Hakan –lo tutea, degradándolo sutilmente ante sus propios ojos; luego con una tranquilidad inimaginable, añade–: Pero creo que le será duro reconocer que ha caído en su propia trampa.

Al escuchar esto, el general se sorprende de sí mismo y de lo que su intuición le acaba de revelar; un agorero desmayo lo aturde; sus ojos captan con horror un futuro impensable, mientras un ligero escalofrío recorrre su mitad biológica. El decenso del destructor nodriza, que baja para protegerlo, se lo confirma. ¡Es increíble cuán rápido pueden llegar a desmoronarse las cosas! Lo comprende, pero su otra parte robótica se niega a aceptarlo. Jamás nunca había perdido en un tablero de ajedrez. El estado de la situación lo enfurece. No solo eso. Con los puños cerrados, observa cómo el resto de sus buques artillados se estaciona tumultuosamente a lo largo de la costa, golpeándose entre sí. ¿Qué sucede? ¿Por qué mis tropas rompen filas? ¿Quién ha dado la orden? ¡Habrase visto! Se abren las comunicaciones. El general reprende a sus oficiales con dureza y afrenta, porque su honor se siente herido y ridiculizado. Los oficiales le informan que las legiones Tercera Mákina, Séptima Elektra y Novena Komputa, que hacían de custodia y defensa a lo largo de la órbita de Ciberión, han sido aniquiladas de presto.

«Nosotros mismos estamos sufriendo parte de sus efectos.»

«¿Cómo es esto posible?», pregunta, turbado, sin poder creer lo que está viendo y escuchando.

«No lo sabemos, mi general. No tenemos ninguna certeza. Pero se sospecha que las naves fueron penetradas por una fuente mayor de rayos gamma, quedando inutilizadas por la influencia de un potente campo magnético. Inermes, sucumbieron al fuego de las fuerzas de la Resistencia, cuyas tropas nos envuelven ya.»

«¡Insolente!», grita fuera de sí por primera vez; cierra los ojos, se muerde la lengua y escupe sangre; necesita culpar a alguien, se saca el anillo del dedo y lo avienta. La ira, la agitación y la maledicencia le nublan la mente. Un momento de lucidez le recuerda que enfrente tiene a su archienemigo, que quizá ríe de verlo actuar como un tonto. Aprieta el pecho, alza los hombros y taconea con fuerza el piso de la nave. «Sin duda alguna, Janov ha utilizado alguna especie de arma tecnológica primitiva que es indetectable para nuestros equipos de reconocimiento. Esto de ninguna manera tiene que ver con algún tipo de magia.»

Vuelve su mirada rasgada hacia el joven; su rostro luminoso parece brillar de satisfacción por el efecto de un halo traslúcido de genialidad.

–No esperaba menos de usted –carraspea el general, serio, grave–: Me ha desnudado bajo la luz de este sol dorado. No lo culparía si se mofara de mí, un viejo confiado, petulante e ingenuo.

»Cuando las palabras se alargan, no demuestran más que debilidad en un espíritu práctico como el mío –continúa hablando, ya avergonzado–, así que para acabar con este punto, Darían Janov, quiero que sepa que sé reconocer mis errores.

»Usted ha ganado esta batalla.»

Darían inclina la cabeza en un gesto de respeto hacia la sensatez del general. No representa una amenaza más. Su poderío militar ha sido destruido, quizá para siempre. Confisca los buques gravíticos de la Duodécima Legión Kybernes, gloria del imperio argerna, y decide ofrecérselas al Consejo como una especie de regalo exclusivo; pero se reserva la vida del general Hakan Grandou, su prisionero.

Un conjunto de aves blancas vuela en círculos alrededor del primordial robótico de Ruwa, que continúa girando sobre su propio eje, alineando con ello el campo magnético del planeta. Darían Janov le tiende la mano al general; éste acepta sus condiciones; lo despide dejándolo escapar en su fragata espacial.

Mientras rasca las dunas recién formadas sobre la arena y contempla la belleza colorida de un arco iris, el joven Janov piensa en su mejor arma, el ataque de pulso electromagnético. También piensa en los aforismos del general, donde acaba por aprender que el mejor aliado es aquel que nadie conoce ni el que nadie espera.

El mar está tranquilo y el cielo despejado. Dos lunas semitransparentes embellecen el lento anochecer. 


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