Tres cosas hay en la vida

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A Ernesto la vida le sonreía; nunca había sido tan feliz. Y la aparición de Natalia había sido el colofón para culminar su estado de máximo bienestar. ¿Qué más podía pedir? Lo tenía todo. Pero, de repente, tanta felicidad le dio miedo, mucho miedo. Estaba convencido de que cuando uno es muy feliz, le ocurre alguna desgracia que acaba con toda dicha. Aunque no se consideraba supersticioso por naturaleza, no quería tentar a la suerte. Si quería mantener ese statu quo, debía desprenderse de alguno de los ingredientes que componían su felicidad para así evitar que le sobreviniera algún infortunio sin previo aviso.

Por mucho que se devanaba los sesos, no hallaba ningún elemento de su dicha del que pudiera desprenderse. ¿El trabajo? Quizá fuera una buena opción. Si cambiaba de trabajo probablemente cobraría menos y su pequeña fortuna iría menguando. Pero renunciar a su puesto de jefe de Servicio de Hematología era pedir demasiado, después de tantos años de esfuerzo y dedicación. ¿Y si jugara a la bolsa? Tal como están los mercados bursátiles, fácilmente podía perder mucho dinero. Incluso podía arruinarse si lo invertía todo. Pero sin dinero difícilmente podría darle a su amada la vida feliz que merecía. A Natalia no quería perderla, antes muerto. Y recordando la famosa canción sobre las tres cosas que hay en la vida —salud, dinero y amor—, solo la salud podría ser la solución a su intranquilidad.

Pero ¿cómo afectar mínimamente a su salud? Podía estrellar su coche contra un árbol y sufrir serias lesiones, pero quedarse en una silla de ruedas para siempre no estaba dentro de sus previsiones. Acabar siendo un drogadicto o un alcohólico tampoco entraba en sus planes, pues Natalia podría abandonarlo y seguramente perdería su cargo en el hospital si ello trascendía.

Por fin tuvo una idea: pediría su traslado al servicio de enfermedades infecciosas. No sorprendería a nadie, pues desde que el coronavirus llenara las camas de la UCI, como hematólogo había colaborado intensamente con sus colegas del servicio de infectología. El VIH todavía es motivo de una gran atención sanitaria, así como algunas enfermedades tropicales causadas tanto por virus como por bacterias. Ahí tenía una puerta abierta. Una vez logrado su traslado, haría lo posible por infectarse, eso sí, sin poner en riesgo su vida. Hay muchas enfermedades infecciosas que se cronifican, como el SIDA, o la hepatitis C, y se puede vivir siguiendo un tratamiento de por vida. De este modo, dejaría lastimada una de las tres patas de la felicidad, según esa cancioncilla tan sabia, y quedaría ante Natalia y el resto de conocidos como una persona altruista, cuya entrega le había penalizado con una salud menos plena. Se convertiría en un enfermo con una mala salud de hierro, como algunos lo califican irónicamente. Solo con pensar en ello se sentía eufórico. Así pues, se puso manos a la obra y en cuestión de semanas ya estaba ocupando su nuevo puesto.

Lo que Ernesto ignoraba era que ese sacrificio al que se había entregado tan alegremente le reportaría un mayor sufrimiento del que se imaginaba. En efecto, Ernesto logró contagiarse. Se expuso de tal manera, obviando las más elementales precauciones que acabó sufriendo una infección nosocomial, que en palabras llanas significa una infección hospitalaria. Nadie del personal médico, ajeno a su propósito y a su negligencia, pudo explicar cómo, un profesional de la categoría de Ernesto, se pudo infectar por un estafilococo, una de las bacterias más comúnmente involucradas en las infecciones nosocomiales. En su caso, además, fuera de todo pronóstico, este patógeno le produjo una encefalitis, dicho de otro modo, una inflamación del cerebro, que le llevó a la UCI, temiéndose por su vida.

Si bien Ernesto no falleció, su osadía tuvo consecuencias de por vida. Las secuelas de la encefalitis lo mantenían postrado, afectado por un cansancio persistente, con una gran debilidad muscular, trastornos de la personalidad, problemas de memoria, parálisis ocasionales, defectos de audición y de visión y alteración del habla.

De este modo, uno de los tres pilares de la felicidad de Ernesto se ha visto gravemente afectado, hasta el punto de que su vida no vale la pena ser vivida, según sus propias palabras. Había jugado con fuego y se había quemado, y ahora debía afrontar las consecuencias. Lógicamente, tuvo que abandonar su trabajo en el hospital, sobreviviendo ahora gracias al subsidio por incapacidad permanente, ya que sus ahorros han ido menguando sustancialmente por los elevados gastos de la atención personal que necesita. Por si esto fuera poco, con el tiempo, Natalia se volvió fría y distante, acabando confesándole que había otro hombre en su vida y que su relación tenía que acabar, pues no resistía vivir con un alma en pena, que era en lo que se había convertido su marido.

¡Qué mala fortuna!, dijeron sus conocidos, lo tenía todo y, mira tú por dónde, una infección hospitalaria le ha truncado su felicidad. No se lo merece.

Pero lo hecho, hecho está. Y aunque Ernesto se arrepiente de su mala decisión, no hay vuelta atrás. Si existiera la diosa fortuna, quizá podría llegar a un acuerdo con ella, rogándole que se apiadara de él, mostrándole lo arrepentido que estaba. Pero ya hace muchos siglos que las diosas y los dioses se dedican a otros menesteres allá en el Olimpo. En el mundo real mandan otros elementos.

«El que tiene un amor, que lo cuide, que lo cuide, la salud y la platita que no la tire, que no la tire».

 


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