La despedida

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             Por la ventana se colaba la noche iluminada por media luna y alguna que otra estrella. El olor a tierra mojada, la cálida brisa propia de aquella época y el rumor de las olas.

        Laura suspiró. Estaba sentada en el escritorio, sobre la mesa una lámpara que arrojaba poca luz y un vaso de agua. En la boca un trozo de chocolate negro 85% de pureza. 

Masticó cerrando los ojos. El sabor, con tintes amargos, llenó su boca. 

     El ruido la pilló por sorpresa y su corazón comenzó a latir con fuerza mientras algo parecido al miedo se adueñó de su estómago. La razón le decía que la casa emite sus propios sonidos, que el frío y el calor, que las ráfagas de aire, en definitiva, que el mundo físico también se mueve, cambia, se expresa.

Pero la razón no lo es todo. 

        La mujer se levantó de la silla en silencio, tratando de no emitir ningún sonido. Le gustaba moverse como una pantera, con elegancia, observando sin ser observada, atenta a todo lo que le rodeaba.

      De repente, en el dormitorio, una cajita de música se activó y la melodía que acompañaba a una desgastada y delgada bailarina de ballet llegó a oidos de Laura.

        Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras una bandada de inquietas mariposas comenzaban a revolotear en su estómago. 

        Apretó los dientes, contrajo los músculos y haciendo un esfuerzo por recuperar la calma que no quería volver, de alguna manera, consiguió caminar hacia la habitación.

Empujó la puerta y su corazón se encogió un instante. 

     Frente a ella estaba Juan. Su novio. Vestido con el uniforme de oficial de marina que le sentaba tan bien. 

        Pasada la sorpresa inicial. Un gozo difícil de describir la invadió. Mil preguntas sin respuesta se acumulaban en su mente y sin embargo, en aquel momento, todo lo que  deseaba era acercarse, besarle en los labios y sentir como sus brazos la rodeaban en un abrazo infinito.

    Tardó unos segundos en darse cuenta de que algo no andaba bien. La ciencia, a la que tantos años de estudio había dedicado, le habló al oido. Podía ver a Juan, había luz, lo comparó con la cajita de música y sí, la cajita tenía sombra... pero Juan no. 

- ¿Juan, dime algo?

El aludido sonrió, pero no dijo nada.

Laura analizó la sonrisa y no vió en ella alegría. 

       Los ojos de su amado eran el reflejo de la felicidad, el amor y la admiración, mientras que la sonrisa hablaba de todo lo contrario.

Laura dio un paso al frente y...

la habitación tornó a ser su habitación, desnuda, inmovil.

Unos días después recibió la carta con el lazo negro.

Quería llorar y no podía. 

Al menos, a su modo, se habían despedido.

Recordó su triste sonrisa que ya no era un misterio.

Recordó su mirada y supo que no solo transmitía el amor que por ella sentía si no que, además,  reflejaba un trocito del paraiso que algún día compartirían para siempre.


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