Casi mágica, casi caoba

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Ayer me acompañó una situación algo ilógica, irreal, que raya en lo absurdo: infundado prácticamente en los paréntesis del desconcierto más insólito, parecido a la adivinación que es también o al menos poco improbable. Pero en realidad, es cómo si le hubiese pasado a otra persona, no a mi, —cómo esas historias entretenidas e inesperadas, que cualquiera podría escuchar de un desconocido en cualquier barra de cantina: guardándolas en la viva imagen de la memoria que lo tergiversa todo y luego llevar esos chascarros a una reunión de viejos amigos: para después contarlas cómo propias anécdotas. Pero insisto señor, son cosas que a mi jamás me han pasado. A mi no me pasan estas cosas…

Iba conduciendo el bus con la prestancia de siempre, mirando el horizonte, perfectamente sentado, cuándo de repente una chica que llevaba una gabardina abotonada hasta la cintura, casi mágica, casi caoba: con botas del mismo color, me hace la señal de parar. Era la mitad del recorrido y yo de puro “kalifa” me detuve en el paradero, a pesar que la micro ya estaba llena y yo había tenido algunos reclamos de mis hermosos pasajeros por el poco espacio que quedaba en el lugar, —así es mi trabajo, that is life, ya sabe. Era una chica de metro ochenta, rubia cabello corto. Llevaba un abrigo que ya se archivaba en mi mente cómo una fotografía sacada de alguna vitrina iluminada en las calles de París, cuándo advertí que también llevaba un libro que parecía algo pesado, acto seguido, la chica abordaba delicadamente el bus.

 Al pagar su pasaje de tarifa completa, le dije muy atentamente que ocupe el asiento de al lado y le rendí pleitesía al abrir la cabina: mientras que con una expresión de no sé muy bien qué,—el tipo que había pedido antes el asiento me miró de una forma extraña, bueno. De re ojo miré a la chica y comenzó a hablarme del clima, sacando un número de la lotería que separaba las hojas del libro, el cuál había puesto sobre sus piernas, que posteriormente revisó; y creo que por su manera de guardar el número, no ganó el gordo apostado, quedando un silencio monstruoso en la cabina del bus. Yo muy profesional que soy, sólo miraba aplicadamente las condiciones del tránsito. Entonces, digamos, me pareció que se había metido un ligero aroma a flores y frutas en la cabina del bus, era su perfume pensé; y por ahí fue que ataqué, predeciblemente diciendo lo agradable que era aquella fragancia. Ella me regaló una sonrisa angelical y preguntó mi nombre, el cuál se lo dije mirándola a los ojos de manera cursi pero muy varonil. Al rato, hablamos del libro que llevaba y al final resultó ser una novela, haciéndome ella, una pequeña reseña de este, —era la historia verídica de unas palomas mensajeras, que habían ayudado a ganar la segunda guerra mundial a los aliados: matizado con un romance secreto cómo en segundo plano entre una enfermera Británica y un piloto de la Luftwaffe o algo así, yo solamente asentía sonriendo. Progresivamente pasamos a la música, hablamos de poesía francesa y yo le recité de memoria un poema de Baudelaire; hablamos de las mariposas y de la eternidad en ciertos paraderos de micros, de los gatos y de las locuras que las personas están dispuestas a hacer por el amor. Me había dado su número telefónico, anotándolo en la palma de mi mano con un coqueteo que sólo se puede apreciar en aquellas películas de los ochentas, dónde los actores son inmediatamente predecibles y la ficción da acceso directo la realidad.

 En un semáforo, sin yo tener una voz de alerta y bellamente desprevenido, aquella chica se me abalanza y me besa hasta los ojos; mi corazón palpitante casi dejó de funcionar y cómo es natural me aproveché del pánico sin poderme contener. Fue morboso debo admitirlo. En el punto más alto del cariñoso atraque, terminamos en el piso, después que ella me arrancó la camisa yo le saqué el abrigo y de manera temeraria quedamos desnudos viendo agitadamente como los tantos pasajeros que venían en el bus, se precipitaron hacia el vidrio de la cabina que a esas alturas estaba algo empañado: pero yo no podía hacer nada, era cómo estar en pausa mientras que la vida pasaba por nuestro lado, y yo con ella situándome en un estado de magnificencia, —alterando el cielo y la tierra y a los hombres de buena voluntad, al mismo tiempo que nosotros ignorábamos al mundo; el mundo nos miraba horrorizados con sus garras de prejuicio. La chica me apretaba con todas sus fuerzas y no me soltaba, tampoco yo a ella en unión carnal y espiritual, porque revoloteábamos solemnemente pululando en los bastos estratos del amor y así pasó un semáforo y otro y otros más.

 —Es por eso que vengo Doctor, luego me quedé pensando un momento la situación y…

(…) Pero hombre, interrumpió el doctor. Es fantástico, estoy impresionado… ves la razón que tenía, todas las terapias, regresiones y cuánta cosa rara le hemos hecho a tu triste cerebro: por fin han dado frutos y eso mi amigo es magnífico. Pero doctor, dije, negando con la cabeza y él pareció no escucharme. Esta dosis de vida real es la que prometí hombre, ni siquiera a mi me pasan estas cosas y eso que soy un mujeriego canalla y muchísimo más apuesto que usted, el doctor terminó dando una risotada y moviendo sus cejas. Pero doctor, volví a decir y nuevamente no me escuchó. En un par de sesiones más, estarás en la más completa normalidad, yo sé lo que hablo, además: esto que me acaba de contar usted mi amigo, es cómo se ve fielmente en esas películas ochenteras que tanto me gustan, añadió con una mirada que hubiera jurado que decía eureka. Desde ahora podemos reducir, significativamente ésta droga experimental… Una píldora por día del medicamento bastará…

—Pero, doctor, doctor!!! No me ha dejado terminar. Luego me quedé pensando un momento la situación, ahí en la total desnudez y se me acerca un pasajero levantándose de su asiento bastante indignado y me dijo qué cresta me había pasado, estaba hablando disparates, me reía poniendo caras de perversión, revolcándome en el piso, y había dejado pasar como mil semáforos, —dejando una larga lista de etcéteras que no me atrevo ni siquiera a contarle doctor… miré a mi alrededor y la chica de la gabardina casi mágica, casi caoba había desaparecido, incluso el número telefónico que había anotado la chica en la palma de mi mano: y yo me encontraba en el ridículo más grande del mundo y de mi triste vida, poniéndome con torpeza la ropa interior, devolviendo el dinero de los pasajes en paños menores a mis hermosos pasajeros.

 Por eso vine doctor, es probable que haya entendido mal… era una píldora cada ocho horas u ocho píldoras cada una hora…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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