Una grieta en el tiempo (parte 2. Final)

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De vuelta en el campamento, Jorge disfrutó del desayuno a base de frutas y algo parecido al pan. Mientras comían, una de las mujeres protestó.

- ¡Al ladrón!

El padre de Ana puso orden y pidió a la mujer explicaciones. Alguien le había robado la bolsa con dinero.

Jorge visualizó la escena erótica de aquella mañana en su mente, el rostro de éxtasis de los amantes, los senos firmes de la chica, las nalgas temblonas de ambos mientras saltaban entre gotas de agua cristalina, sus ropas y... la bolsa de tela.

Empezaron los registros y a los pocos minutos, la chica rubia anunció que había localizado el objeto robado entre las pertenencias de Ana. 

- Cualquiera pudo ponerla ahí. - protestó Jorge.

Pero enseguida el tipo pelirojo tomó la palabra y acusó a Ana de eso y mucho más. La joven, según el mentiroso, necesitaba dinero para comprar libros y estudiar.

- No podemos confiar en ella, recoge extraños en el bosque. - añadió otra mujer.

- Y practica actos impuros con los enfermos. - añadió el pelirojo.

Algunos de los presentes asintieron recordando un turbio episodio en el que se afirmaba que la aprendiz de curandera, con la excusa de examinar a otra mujer, le había dado unas hierbas para anular su voluntad y así poder practicar todo tipo de tocamientos. Nadie parecía cuestionar la veracidad de las fuentes. La falta de pruebas e incluso de lógica y coherencia en los pormenores del caso no le importaban a nadie. Habían elegido una víctima y ahora lo que importaba era dar rienda suelta a los bajos instintos, a la violencia, a la humillación y morbo que acarreaban los castigos cuando era otro el que los recibía.

- Sus manos son impuras, es una ladrona. ¡Cortémosle la mano derecha! - comentó uno de los hombres con sonrisa de loco.

El padre de la joven, que había permanecido en silencio hasta entonces, levantó la voz. No iban a cortar nada a nadie, sin embargo, su hija merecía un castigo ejemplar y sus carnes se someterían al látigo.

Jorge dudaba. Él no estaba allí para intervenir, era un mero espectador que, además, podía ser denunciado en cualquier momento y enfrentarse a un destino igual o peor según el capricho de uno de esos iluminados.

Observó a Ana durante unos instantes, observó su rostro de preocupación, lleno de temor y angustia ante lo que le esperaba. 

El pelirojo ató las manos de la joven con una cuerda gruesa y tirando de ella la condujo hacia un árbol centenario. Otro hombre arrojó la soga por encima de una rama y tiró de ella, de tal manera que los brazos de la supuesta ladrona quedaban levantados y su cuerpo estirado, guardando el equilibrio de puntillas con la puntera de sus mocasines. El pelirojo fue en busca del látigo mientras el otro hombre arrancaba la camisola de la joven y apartaba a un lado su cabello, dejando la espalda al aire, expuesta a la crueldad.

- Serán treinta azotes. - informó el verdugo.

Jorge tragó saliva. Aquello era injusto y desproporcionado. La chica no se merecía el castigo. La sola idea de que alguien pudiera herir aquella piel le hacía enloquecer.

Se decidió. Intervino.

- ¡Deteneos! - dijo antes de pensar.

Ya no había marcha atrás.

- Es inocente. - continuó tratando de sonar convincente.

Luego preguntó a la víctima del robo cuando había visto por última vez el saquito.

- Entonces el robo tuvo que haber sido antes de que amaneciese y eso descarta a esta chica.

- ¿Y cómo sabéis eso?

Durante un instante estuvo tentado a contar lo que había visto en el bosque y acusar a la rubia y a su amante. Pero aquello hubiera generado muchas preguntas, amén de que hacer enemigos no era nunca una buena opción. 

Jorge se acercó a Ana, la miró a los ojos y ruborizándose levemente dijo.

- Porque estuve con ella. 

Los presentes le miraron con sorpresa y el padre preguntó.

- Hija, ¿yacisteis con este hombre?

Ana se puso roja. Si dudaba, el chico y ella estaban perdidos.

Jorge la miró durante un instante y, de nuevo sin pensar, cogió el rostro de la mujer entre sus manos y la besó en los labios con pasión por espacio de unos segundos. Luego, la desató.

- Ahora que lo decís, vi a Pablo y a la rubia salir pronto. - dijo uno de los presentes.

- Sí, y actuaron de manera extraña. - corroboró un segundo testigo.

Las conversaciones cruzadas y el debate se reinició y el pelirojo acabó ocupando el lugar de Ana. Esta vez fue el hombre de barba gris quien cogió el látigo. Durante unos minutos al ruido de los chasquidos del cuero en la espalda del infortunado le siguieron gritos de dolor.

Ana contemplaba la escena temblando, pensando que había estado a punto de ser ella la que se retorciese mientras el látigo mordía su espalda. Jorge, que no le quitaba ojo, se acercó y la abrazo. Aquel abrazo quería transmitir calor, empatía, quería decir "no te preocupes, yo estoy aquí para amarte y protegerte". Ana apoyó su cabeza contra el hombro del joven y cerró los ojos.

Esa noche, la nueva pareja fue a dar un paseo por el bosque. Tras un rato caminando, oyeron las voces de la rubia y el pelirojo. 

- ¿Por qué no dijiste que fui yo? Al menos te hubieran dado la mitad de los azotes. - decía la chica mientras aplicaba frío sobre la espalda del recién azotado.

- Una criatura tan bella como vos no merece pasar por esto. Os quiero demasiado, jamás osaría dejar que os castigasen. Jamás. - respondió el hombre.

Ana y Jorge siguieron su camino.

- Habéis sido muy valiente. - dijo Ana rompiendo el silencio.

- Yo... al contrario, por guardar silencio casi os azotan.

- Pero hablasteis, incluso os inventasteis que habíais... bueno, que habíais estado conmigo... que me queríais.

Jorge se detuvo, sujetó las manos de Ana entre las suyas, y confesó.

- Os equivocáis. No inventé nada. Os quiero. Os amo desde el mismo instante en que os vi.

- Lo de bonita iba en serio

Jorge no respondió. 

En lugar de eso se fundió en un beso con Ana. Un beso infinito, lleno de pasión, un beso capaz de transmitir más que mil palabras.

Jorge pensó en la vuelta a casa. En que había roto las reglas de todo buen observador. Luego miró a la chica que tenía a su lado. El futuro y las reglas y todo lo que se cimentaba en el uso de la razón dejaron de importarle. Nunca se había sentido tan bien en su vida. Quería estar con ella para siempre.

La noche llegó, las estrellas volvieron a pintar el cielo oscuro con el misterio de lo lejano. Ana y Jorge, como si fuesen uno, fundieron sus cuerpos desnudos en una danza de pasión, entrega, sudor y saliva. Cada beso, cada caricia, cada envestida escribían nuevos renglones en el libro de un destino incierto.


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