CAZADORES DE DESTINOS (2 de 3)

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Domingo 17: La exposición de Kravchenko

Víctor estuvo con una fuerte resaca durante toda la mañana, pero aquello no le hizo olvidar la cita que tendría por la noche en la galería nacional de arte. Hacía meses que había adquirido su entrada para asistir a la exposición del artista más vanguardista del momento: Kravchenko.

Las obras del gran artista deleitaban a sus seguidores, de igual manera que desarbolaban las mentes simples de sus detractores. Era arte en estado puro, conceptualismo-romántico, lo llamaban los primeros, y arte-basura los segundos. Sea como fuere, Kravchenko no dejaba indiferente a nadie; era un oasis de esperanza en un mundo gobernado por la regular obediencia. Al menos así lo veía Víctor.

-¿Irás a la exposición del ruso ese? -preguntó su padre durante el desayuno.

El arte de Kravchenko reflejaban lo mismo que Víctor llevaba en su interior: una lucha constante entre sus sueños y sus obligaciones, entre una vida arriesgada y una rutina. Pero su padre no lo comprendía.

-No es ruso, es lituano -respondió Víctor.

Su padre rió mientras se servía otro plato de cereales.

-¿Lo ves? Eres todo un cerebro. No desperdicies tu vida, hijo. No pierdas el tiempo con sueños locos que no te llevarán a ningún lado, debes seguir tu destino.

«Tú sigue comiendo tus horribles cereales y déjame a mí disfrutar de la buena vida», pensó el joven. Luego se sirvió otra porción de tocino y se dirigió a la casa de su amiga Sofía, quien iría con él a la exposición.

Sofía se hizo fanática de Kravchenko por Víctor, o más bien fingía serlo para agradarle más a su amigo.

El joven recordó las palabras de su padre mientras contemplaba una de las esculturas de Kravchenko que más le gustaban: Y nadie más. Un hombre que se hundía en arenas movedizas y era rescatado por otro exactamente igual a él. Sucede que hay momentos en la vida en donde el único que puede salvarte eres tú mismo; o al menos así es como Víctor interpretaba aquella obra.

Kravchenko mostraba un mundo en un instante y Víctor adoraba eso de él. El muchacho estaba perdido entre aquellas desgarradoras esculturas y apenas prestaba atención a Sofía, que le había acompañado y que parecía sentir cosas por él.

Otra obra que observó con fascinación fue Sueños de un hombre normal, en donde se veía un payaso arriba de una bicicleta, cayendo por un precipicio.

-Mira, Sofía -dijo Víctor-. Esta escultura retrata la idea de que para perseguir ciertos objetivos se debe dejar todo atrás; aunque también se la puede interpretar de otras maneras.

El joven continuó hablando de la obra todavía durante varios minutos. Sofía soportaba su perorata por tratarse de él, aunque hacía tiempo que había perdido el hilo de la conversación. Sofía estaba embelesada con los rizos negros de Víctor, que caían desordenados por su frente, dándole un aspecto salvaje, que correspondía en cierta forma con su personalidad inconformista. Pero de pronto algo lo interrumpió:

-¿Lo viste? ?preguntó Víctor?. Ese hombre nos estaba observando y cuando me di cuenta se dio la vuelta.

El fisgón se había escondido detrás de una columna. Los dos amigos fueron a buscarlo, pero entonces comenzó a correr.

-¡Oye! ¡Tú! -gritó Víctor-. Te conozco, te vi anoche en la fiesta, dime qué es lo que quieres o déjame en paz.

El misterioso sujeto no contestó y siguió corriendo.

Víctor regresó a su casa malhumorado y, al ingresar, el teléfono sonó junto a él:

“Número privado”

-Es la quinta vez que suena y no aparece el número –dijo su madre–; además, siempre que atiendo el teléfono se corta.

-Hola - atendió Víctor.

Nadie contestó.

-¡Hola! -insistió.

Del otro lado se escuchaba una respiración cada vez más fuerte. Víctor colgó el teléfono ofuscado.

Dos minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar.

-¡Eres tú, lo sé! -gritó- ¡Deja de perseguirme!

Fue entonces cuando del otro lado, alguien imitó su voz y tono a la perfección:

-¡Eres tú, lo sé! -gritó alguien- ¡Deja de perseguirme!

Víctor cortó la comunicación, sus ojos estaban ampliamente abiertos y su tez se puso pálida.

-¿Qué ocurre, hijo?

En ese momento vio a alguien asomado a la ventana observándolo desde el jardín. Se trataba de un hombre con una máscara de arlequín blanca, con un rombo rojo en un ojo y uno negro en el otro. El joven salió corriendo pero ya no quedaban rastros del invasor.

Volvió a meterse en la casa. Algo le había resultado familiar en aquel hombre. Tras no poco tiempo dedicado recordar la familiaridad que el intruso le había evocado en algún lugar inaccesible de memoria, dio un salto a la vez que gritaba «¡la máscara!». Subió las escaleras corriendo en dirección al pequeño desván. Tras tropezar varias veces con los escalones, que iba saltando de tres en tres, entró en la buhardilla. Sabía dónde debía buscar, así que abrió la tapa del viejo baúl que guardaban al fondo, junto a la pequeña claraboya, que proveía a la estancia de la escasa luz que la iluminaba. Tuvo que rebuscar un poco entre los álbumes de fotografías guardadas en el cofre de madera natural, algo corroída ya por el tiempo. Pero no tardó en encontrarlo. Lo cogió y lo acercó a su rostro para observar los pequeños detalles. Estaba en lo cierto, la máscara del baúl era idéntica a la que portaba el desconocido que había visto a través de la ventana.

 

...

 

continúa en la tercera y última parte:

https://www.cortorelatos.com/relato/45540/cazadores-de-destinos-3-de-3/


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