Toda entrada paga

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Tomasa y Leticia caminaban dicharacheras, hasta gritonas, medio cómicas tratando de parecer elegantes. Al pasar frente a un joven de unos trece años que babeaba tirado en el suelo fruncieron las cejas demostrando una especie de desprecio moral. Eran nuevas en la ciudad y estaban sorprendidas por aquellos personajes pedigüeños que pululaban. En principio las vencía la lástima y regalaban hasta lo que no tenían, por temor a Dios decían, tal vez por el temor a terminar igual. Ahora su patrona les prohibía dar limosna en la calle, porque había que confiar en Dios y su misericordia que se encargaría de ellos, les explicaba. Pero en realidad el asunto era más terrenal, creía que regalaban su plata y eso era inadmisible, la lástima era problema de ellas. Prohibida esa debilidad preferían despreciar y pasar de soslayo.

“¡Qué le voy a regalar nada a este vicioso!”, dijo Tomasa observándolo, meneo la cabeza y por unos segundos pareció reflexionar ante las penurias ajenas, pero se acordó de las enseñanzas que había recibido últimamente. “El Señor es misericordioso”, y se tranquilizó. Casi amaestradas temían más a los patrones y prefirieron ignorar la compasión que las agobiaba. Empezaron a caminar en puntillas cuando se acercaban al joven.

– Yo tampoco –dijo, Leticia– ni a este ni a esos que se suben a los buses a vender confites. Eso no se debe hacer. Si acaso doy un peso será para la Iglesia.

Ante esas palabras pararon angustiadas por ignorar eso de la caridad que hay que tener con el prójimo, que aprendieron de niñas y les aseguraba entrada al reino de los cielos. Analizaron en silencio y alcanzaron a preguntarse que de tocarles sufrir en dónde sería. ¡Podía ser el infierno! Aunque ahora que asistían al nuevo culto habían aprendido nuevas teorías sobre Dios y tenían fijo el descanso divino sin dificultades.

– ¡Claro mija! A la Iglesia si hay que darle –intervino, Tomasa– ¡Cada que se hace se gana la entrada al cielo!

– O sea que hay que pagar la boleta en vida para entrar al paraíso después de muerto. –dijo Leticia iluminada, muy molesta y realmente preocupada por su suerte.

En silencio cada una sacaba sus propias conclusiones y acordaban que esa teoría era indigna, pero acertada. Siguieron caminando y al pasar frente al baboso se revolvieron en su cabeza las enseñanzas religiosas de su vida y no entendían, ni menos veían por ningún lado a Dios en aquel joven, y estaban seguras que sin ayuda terrenal estaba jodido, lo mismo que su salvación.

– ¿Y darles a estos no sirve también? – Se miraron confusas.

Una cuadra más arriba Tomasa dio media vuelta, regresó, sacó una moneda, la dejo cerca y se encogió de hombros, y continuó su camino. Leticia la miraba con las cejas fruncidas. Aquel gesto de sorpresa detuvo a Tomasa. “¿Qué?”, le dijo, y se encogió de hombros otra vez. Leticia inclinó la cabeza hacia un lado sin entender.

– Es por si acaso… Hay que asegurar la entrada de alguna forma, por si se acaban las que venden en la Iglesia.


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