EL ÁNGEL DE MADERA (2 de 2)

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Aquella vez Jacob se quedó horas sentado en el suelo, perdido en una plataforma de pensamientos vacíos, cuando de pronto observó que a uno de los soportes de la mesa le faltaba un tornillo. Se acercó y notó que podía mover aquella pequeña planchuela metálica al empujarla con la mano. Comenzó entonces a girar el soporte, hacia un lado y hacia el otro, hasta que el único tornillo que la sujetaba giró unos pocos grados. Con su uña carcomida por la humedad de la caverna, intentó desenroscar el tornillo, lastimando aún más la punta de su dedo. Su índice sangraba, por lo que cambió de dedo. Pronto, una línea de sangre llenó el espacio entre la uña y la piel, pero Jacob no cedió ante el dolor y logró desenroscar el tornillo. Así logró sacar el soporte que sería su herramienta más importante dentro de la prisión.

Con la planchuela metálica realizó cortes en la mesa, obteniendo pequeñas varillas. Cortó miles de trozos no más grande que un palillo de dientes, uno por uno, todos del mismo tamaño. Realizó la labor con sumo cuidado, tomándose el tiempo necesario para que quedaran perfectos, pues tiempo era lo único que tenía de sobra en aquella caverna. Todos los días guardaba parte del puré que le servían en su ración diaria, para poder pegar con él los palillos. Lo dejaba secar algunas horas para que se pusiera duro y pegajoso –aunque no le era necesario esperar por mucho tiempo.

Durante veinte años fue cortando y pegando palillos con sumo cuidado, venciendo la poca luz, la humedad y los insectos que había en la caverna. Armó primero unos poderosos pies, que se apoyaron con firmeza sobre el suelo de piedra desnuda. Siguió luego con unas piernas fuertes, posicionadas en forma tal que repartiera el peso de manera equitativa en cada una de ellas. La cintura serviría como centro de equilibrio, y construyó sobre ella un torso musculoso digno de la rigidez que tendría la obra. Le hizo brazos y rostro humano, luego le hizo unas enormes alas, pues su escultura no era la de un hombre; Jacob había hecho un ángel.

El guardia volvió a entrar a la celda luego de muchos años y observó la escultura:

–¿Acaso te crees artista, adefesio?

El prisionero adoraba a su ángel, era lo único que había de bueno en su mundo. A partir de la nada, había logrado crear algo hermoso. La obra era, sin dudas, la más maravillosa escultura jamás creada. Pero el guardia sintió envidia de aquella creación, porque él nunca supo crear nada en su vida. Fue entonces cuando ingresó a la caverna con una espada. Jacob se cubrió el rostro pensando que recibiría una nueva golpiza, pero el ser de la máscara golpeó la escultura del ángel, derribándola al suelo. Siguió destruyendo la obra hasta en cuestión de segundos destruyó por completo algo que había requerido de veinte años en ce solo quedaron restos sin forma, mientras Jacob derramaba las últimas lágrimas que quedaban en su interior.

Luego de llevar los restos, revisó la caverna y encontró el soporte de madera con el cual había cortado los palillos con los que creó la obra.

–A partir de ahora recibirás media ración de puré –dijo el guardia–; es evidente que no necesitas comer tanto, adefesio.

Pocos días después algo sucedió. Algunos dicen que ocurrió una revolución, otros dicen que fue a causa de un nuevo líder…; lo importante es que la guerra terminó y Jacob fue liberado.

El guardia le abrió la puerta de la caverna y le dijo que era libre. Cuando Jacob salió, le entregó un tenedor y un cuchillo:

–Toma, olvidé dártelos hace veinte años. Espero que me perdones, adefesio.

Jacob sujetó el cuchillo a pocos centímetros del abdomen del guardia. Vio la máscara, y por un instante sintió que la sonrisa pintada estaba más grande que nunca. El rostro del prisionero era una desgracia de gestos nerviosos, y sus temblorosas manos terminaron dejando caer el cuchillo al suelo.

–¿Por dónde… es… la salida? -preguntó.

–Ven por aquí, quiero mostrarte algo –dijo el hombre de la máscara.

El carcelero lo guió a una habitación en la que había un ángel de madera, también hecho de palillos. Sin embargo, aquella obra no se parecía ni en forma remota a la de Jacob. No era perfecto, no era balanceado; no tenía vida.

–Mucho mejor que el ángel que tú has hecho, ¿verdad, adefesio?

–Sí… –dijo Jacob.

El guardia le entregó una lanza de metal:

–Te daré el honor de terminar la obra. Ponle la lanza en la mano, como símbolo del poder que estuvo a cargo de la República durante los últimos veinte años.

Muchas personas habían perdido cosas materiales en esas dos décadas, muchos habían hecho esfuerzos que no rindieron frutos, y hasta hubo quienes perdieron a sus seres más queridos, pero Jacob había perdido algo más.

Y entonces, mientras la luz solar iluminaba sus arrugas y lastimaba sus ojos acostumbrados a la oscuridad de la caverna, “Adefesio” ubicó la lanza en la mano del ángel para completar la escultura.

 

FIN

 


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