El bucle de la indiferencia y la desidia

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             A los 50, Juan no había hecho nada con su vida. Tenía trabajo, tenía dinero en el banco y tenía un hermano casado que hacía su vida. 

          Al principio salía con gente algún que otro sábado, corría un par de veces por semana y durante las vacaciones de verano, iba al mar o visitaba un país donde hablaban un idioma que el no hablab, con el objeto de ver a una antigua conocida que no llegaba a la categoría de amiga.

 

      Luego llegó la maldita pandemia y con ella la obligación de permanecer en casa. Juan no echó de menos el no salir ya que apenas salía, pero las vacaciones de verano, la costumbre de ver a su "amiga", desapareció con las restricciones. Al principio sufrió el revés con la esperanza de que todo pasara en unos meses, luego, a medida que los meses tornaban en años, la espera se convirtió en agonía y finalmente, cuando por fin la apertura de fronteras fue una realidad, el tiempo y las circunstancias se encargaron de cambiar el hábito. Dónde antes había ilusión ahora solo quedaba una absoluta indiferencia. La desmotivación parecía gobernarlo todo y los meses languidecían con el color gris sucio de quien se limita a dejarse llevar.

        50 años era una cifra significativa, de esas que lleva a la reflexión. Un momento de reflexión en el que plantearse nuevas metas. Para Juan, sin embargo, no había nada que valiese la pena en ese repaso. Su vida, dedicada al trabajo y a la monotonía, viendo vivir a otros, opinando, aconsejando a otros sin tener la más mínima idea de lo que significa vivir. Nunca había estado bajo los efectos del alcohol, nunca había compartido la camadería de la amistad y el amor, el amor... el amor lo echa de menos el que amó y él nunca había estado con ninguna mujer.

          Sí, estaba solo, acomodado pero solo. Con dinero pero solo. Se sentía como aquel tipo rodeado de oro en una casa sin puertas. La envidia le corroía por dentro, toda esa gente, todos esos compañeros de trabajo que pedían un aumento de sueldo para poder ir a más conciertos, visitar más países y acudir a más bodas y fiestas. ¡Qué mezquinos y vulgares! ¿De qué se quejaban? De no poder salir todos y cada uno de los fines de semana del año... ¿qué querían? ¿dinero? 

       ¡Que vulgares!, el tenía el estúpido dinero que permitía comprar cosas y no quería comprar nada. El tenía los medios pero no las ganas. Estaba harto, cansado de seguir adelante. Un día, cualquier día, dejaría de ir al trabajo, abandonaría la rutina, rompería el maldito bucle en el que se había convertido su vida. Un día haría algo por alguien, por si mismo, por el mundo. Solo que al mundo, la vida desperdiciada de un insignificante ser, le importa un comino. ¿Dónde estaba Dios? Era verdad eso de la parábola de los talentos, ¿y si el había recibido tres talentos y al final de sus días era incapaz de generar beneficios? ¿Por qué nadie venía a rescatarle? Los talentos, tirar la vida por la borda y quién sabe, quizás también la eternidad. No era suficiente castigo la indiferencia, no era suficiente pena la soledad y la cobardía. Merecía su desidia el castigo eterno.

           A los 50, Juan no había hecho nada con su vida. Tenía trabajo, tenía dinero, pero estaba vacío por dentro, tan vacío como se podía estar dejándose llevar dentro del maldito bucle sine die.

 


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