Casada pero necesitada de macho - Parte 1

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Casada, pero necesitada de macho... eso se rumoreaba de aquella mujer, quien apenas llevaba una semana de haber llegado a la plataforma.

Era la única mujer en aquel aislado lugar, así que no era de extrañar que fuese el centro de atención de la población masculina. Y si bien ella trató de darse a respetar, lo cierto es que aquel escándalo con el que la Trabajadora Social inauguró su arribo no le ayudó mucho.

Aquella, la Licenciada Renata Campos, llegó al puerto antes de lo esperado, así que no encontró el transporte correspondiente a esas horas. Se le hizo fácil abordar una embarcación más austera que, según supo, también iba hacia la plataforma petrolera. No obstante, aquella lancha llevaba mujeres para el servicio de los hombres; de eso se enteró demasiado tarde.

—¡Vente pa´cá, morena! —gritó el tosco y colosal hombre que la recibió nada más llegar.

La Licenciada no se esperaba tal recepción, y es que, cada una de las mujeres que bajaron de la embarcación, fueron manoseadas por los hombres que ya ansiaban tentar con ambas manos a las hembras que les llevaban. Estaban hambrientos de carne fémina.

El hombretón que le dio la bienvenida, era un mulato de casi dos metros de altura y fornido como toro. Sus musculosos brazos la rodearon fácilmente y sus anchas manos se adueñaron, sin empacho, de sus generosas nalgas.

Mientras las morenas y enormes manos se hacían dueñas de sus voluminosas nalgas, tanto que la levantaban totalmente del suelo, Renata sintió verdadero miedo. ¿A dónde había ido a parar?

Pese a ello se dominó.

—¡Suéltame idiota! ¡Te ordeno que me bajes!

El hombre se extrañó ante tal actitud; pues no la esperaba de una dama propia del oficio; y todavía dubitativo la bajó.

Fue hasta ese momento que él la observó con más cuidado. Ella no vestía como las demás mujeres que habían arribado. Su vestuario era más bien formal, discreto; era cierto que era una dama atractiva, pero su notable sensualidad provenía de sus propias curvas y no de un vestuario llamativo como las otras mujeres ofrecedoras de placer.

Así es, Otumbo García estaba frente a una mujer muy diferente a las otras que habían llegado.

Una vez aclarado el mal entendido, la Licenciada Renata fue instalada en el cubículo correspondiente, y se avocó a su tarea.

Por supuesto que su primera crítica se enfocó en aquel tipo de servicio que las mujeres, con quienes había llegado, ofrecían a los hombres (muchos de ellos casados).

Solidarizándose con las esposas de los trabajadores, sin siquiera conocerlas, se propuso frenar aquello pero...

—Buenas tardes Señorita, ¿puedo pasar? —le dijo Otumbo, con un aire un tanto cohibido, pese a su enorme tamaño.

—Buenas tardes, sí claro —le respondió Renata, desde su escritorio con condescendencia.

El hombretón apenas si cabía en el pequeño espacio y, aún sentado, hacía ver el lugar como casa de juguete.

—Bien, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo ella, aunque notaba la razón de su visita.

—Mire... pues, la mera verda´ es que vengo yo a... a disculparme, ¿sabe? Estoy rete apenado por lo que hice y...

—No se preocupe —le interrumpió ella, mostrando cordialidad—. Ahora que entiendo lo sucedido lo olvidaré, si usted promete ayudarme a que el resto de sus compañeros también haga lo mismo. No estoy interesada en fomentar ningún escándalo. Nada me interesa más que hacer mi trabajo.

La licenciada le explicó que veía muy mal el asunto de las suripantas que ofrecían sus servicios en la plataforma, y que estaba decidida a eliminar tal práctica.

—Pero Señorita, usté no puede hacer eso —ahora correspondió a Otumbo interrumpir.

—¡¿Cómo?! Claro que puedo. He sido enviada para identificar problemas laborales y esto es sin duda...

—No, mire. Escúcheme. Lamento en verda´ lo que pasó pero... pues bueno, lo que hacen las chicas es muy necesario. Es indispensable. Sin ellas...

—No cambiaré mi decisión sólo por la lujuria de...

—No es eso. Mire, aquí uno se siente bien solo. Entiendo que uste’ crea que... pues que está mal el trabajo de las señoritas, pero la verda´ que aquí es muy necesario. Mire, le juro... uno aquí, sólo, aislado de su familia pues... La mera verda´ le vienen a uno ideas malas. Créame, hasta llegan a dar ideas de quitarse la vida. La vida aquí en plataforma es muy dura.

Fue así que Renata empezó a darse cuenta que la situación era más compleja de lo que pensaba. Aquel hombretón, al sincerarse así con ella, llegando incluso hasta las lágrimas, le narró su propia experiencia lo que despertó compasión en ella.

—Bien, pues evaluaré la situación —le dijo la Licenciada minutos más tarde.

—Gracias Señorita, y le ruego me disculpe por...

—No, no se preocupe. Ya todo olvidado —le dijo, pese a que aún tenía bien presentes aquellas manazas que se habían adueñado de sus asentaderas; de hecho las miró con cierto espanto, aunque también con...

—Pues de nuevo, gracias Señorita.

Renata lo vio a la cara y nerviosa asintió, no podría responder de otra forma después de haberse condolido de aquel tremendo hombre a quien, sin embargo, ahora miraba más allá de su apariencia.

—Ah, y por cierto, no soy Señorita.

—Oh, disculpe, Licenciada.

—No, a lo que me refiero es a que estoy casada.

Los días prosiguieron. Otumbo se convirtió en guía y segura compañía de la Licenciada. Los compañeros de él comenzaron a murmurar e hicieron comentarios burlones a costa de la relación entre el proletario trabajador y la Trabajadora social.

—Oye y, ¿por qué te llaman “El Bestia”? —le preguntó Renata una ocasión, ya con cierta confianza.

—Ah, no les haga caso a esos vatos. Ellos son más bestias que yo.

Ambos rieron.

—Bueno, pero es que así me dicen porque me critican por no andarme gastando la quincena en las mismas borracheras y apuestas que ellos. Según dicen que si no tengo que dar gasto debería botarme el dinero, nada más porque sí. Ni que fuera igual de menso como ellos. Sólo por eso me tildan de “Bestia”.

—Así que no eres casado.

—No.


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