Fiesta loca

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Por primera vez en varios meses salí un viernes noche. No pasaba desde que lo dejé con mi novia, Andrea, ya que nuestros amigos eran más bien los suyos y usé la excusa de estudiar en la ciudad de al lado para que no me vieran. Pero esa noche era diferente, habíamos hecho las paces y aunque no estábamos juntas ni volviéramos a estarlo seguíamos siendo buenas amigas.

Por más que me había empeñado no la podía olvidar; ni siquiera a base de Tinder y follar con desconocidos podía dejar de pensar en sus labios blandos pero voraces, su respiración entrecortada en mi oído cuando la tocaba o su voz de niña buena que me pedía que la llevase al orgasmo. No dejaba de pensar en cómo me cogía de la mano por la calle o se quedaba embobada mirándome cuando tocaba la guitarra. Definitivamente estaba enamorada de todas las formas posibles de esa chica y era incapaz de dejar de estarlo. Sin embargo, la echaba tanto de menos en mi vida que ser amigas era magnífico trato. Sí, sin duda.

Llegamos juntas a la fiesta, ocho tíos en sofás medio borrachos medio dormidos. Andrea se había tirado a casi todos los de la sala, como casi siempre. Empecé a beber y dejé de pensar tanto y a ella le pasó igual. La llamé, con la sonrisa ladeada, para recordarle que me había prometido enseñarme a atar a la gente.

- Es que uno de mis ligues le va esto, ¿sabes? -comenté de forma inocente, sentada en el sillón, cuando ella se sentó sobre mis piernas-. Le va el sado como a ti, y ya que tú y yo nunca hicimos nada así pensé que con ella podría empezar, por curiosidad.

- Sin problemas, todo en lo que te pueda ayudar -respondió mordiéndose el labio.

Con el cordón de su zapato me ató las muñecas, firmemente, enseñándome la técnica. Para atarme casi se había tumbado sobre mí. Notaba su respiración en mi oreja cuando susurró ''tu turno''.

Me costó dos intentos, pero até las manos desde delante. Apreté todo lo que pude y vi el brillo en sus ojos de estar calentándose. La desaté, la obligué a darse la vuelta y volví a atarle las manos, pero desde atrás. A esas alturas había bebido tanto que solo pensaba en besarla, besar su cuello y follarla hasta que no pudiéramos más. La até con gran maestría, y se giró juguetona para decirme que la desatara.

- ¿Por qué haría eso? -respondí tirando del nudo, obligándola otra vez a que se tumbara sobre mí, acariciando suavemente sus muslos-. ¿Realmente quieres que haga eso?

No respondió. En la fiesta nadie nos prestaba atención, tenía la cabeza embotada y estábamos en nuestra propia burbuja. Pegó su frente a la mía con los ojos casi cerrados, la boca entreabierta tomando grandes bocanadas de aire. Veía su pecho subir y bajar de forma casi violenta. Asintió y la desaté, sin moverme ni un ápice. Pasó sus manos por mi pelo, mi cara, mis labios. No paraba de mirarme a los labios y yo a los suyos. Terminó posando la mano en mi nuca, enredando sus dedos en mi pelo mientras sus labios rozaban, sin besarme, los míos. Me lamía suavemente, casi sin querer. Necesitaba besarla, era algo imperioso.

- ¿Estás segura? -preguntó intentando contener el ansia de su voz-. No quiero que nos hagamos daño.

Respondí besándola, suavemente, a lo que ella respondió con un hambre voraz, luchando nuestras lenguas y empujando con su mano mi cabeza a la suya. En ese instante sentí los tres meses de abstinencia de mi mayor droga. En seguida estaba mojada, acariciando su culo con disimulo y besándola sin contenerme lo más mínimo. Cada vez que una se separaba, boqueando, para recuperar aire, la otra se abalanzaba negándose a perder el sustento de su placer.

Aceleradas, nos detuvimos respirando la una contra la otra. Le mordí el labio inferior, suavemente, tirando de él. Suspiró. Suspiró de manera que había suspirado tantas veces en mi cama, en su sofá, en el baño de aquel bar latino o en el pasillo de los institutos cuando nos empezamos a conocer. Conocía ese suspiro que tenía un significado muy claro: necesito que me folles.

Nos levantamos, de la mano, miré al dueño del piso elocuentemente y me mandó con la cabeza a que habitación podía irme. Fuimos con tranquilidad. Deteniéndonos a beber. Al llegar a la habitación, no me moleste en encender la luz. Cerró la puerta y empecé a besarla salvajemente apoyándola contra ella, quitándole la camisa mientras devoraba su cuello y mordiendo luego, suavemente, sus pezones cuando desabrochaba sus vaqueros.

No necesitó la cama para el primer orgasmo.


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