El vuelo de las cometas

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Cuando llega la hora azul a Hong Kong, el cielo se apaga, los aromas a carne picante y a especies exóticas ascienden por el aire, las estrellas se transforman dentro del vaho tibio y se iluminan las calles de oro. A los pies de los caóticos edificios, atestados de máquinas, fluye el rojo de la fiesta y suenan los tintineos celestiales de las luces de neón.

El corazón de la ciudad, Kowloon City, late con vida efervescente, con voces alegres y otras violentas, con intensos pitidos que, en las alturas del edificio de apartamentos Check Bo House, se transforman en un rumor, casi en una música que acuna al fatigado Guo Zhao Wun, que se desliza bajo las sábanas rememorando la risueña mirada de Shui Tsei, apenas unos minutos antes, al despedirse con un gesto de la mano; la elegancia de los cisnes en sus dedos y la seducción del cerezo en las uñas… y otra vez más, sin tener el valor de decirle antes de que su melena se pierda tras la puerta del apartamento vecino, que su corazón late por ella.

Cierra los ojos, y en su mente adormilada Shui ya no es aquella niña pequeña que se reía a carcajadas y se pavoneaba como una reina cuando marcaba un tanto jugando al balón. Ahora ya no es esa chica delgada y esbelta que deslumbraba en la pista de baile y que era el orgullo del equipo de gimnasia del instituto.

Recordar sus cabriolas en los bailes rítmicos y sus impresionantes volteretas en el salto de potro humedece sus ojos cerrados con fuerza. Empieza a rememorar los patrones que se le grabaron durante tantas actuaciones de su cinta al aire en los bailes más atrevidos e impactantes. Esos patrones giran y crean vórtices en el aire; y aunque los tenga memorizados, como cada gesto y expresión de esa chica que adoraba, van creando una tenebrosa pesadilla que le mantiene tenso en la cama.

Entre cenizas que flotan y se expanden alrededor de las pisadas de Shui Tsei, una criatura monstruosa devora la vida calcinada, derrumba paredes envueltas en carbón y hace estallar los cristales ennegrecidos.

Tirada en el suelo, Shui Tsei ve su inmaculada piel nívea mancharse con la sangre de cortes que no terminan. El horror de su rostro proyecta una angustia que agita a Guo Zhao Wun entre las sábanas inflamadas. El ardor asciende bajo su cama, las paredes empiezan a crepitar y un cristal remoto estalla en el cielo oscuro.

Cuando abre los ojos y siente su pecho agitado, las llamas bailan sobre la pared que da al apartamento de su eterna amiga. El pánico casi enmudece el dolor, pero Guo no consigue bloquear sus quejidos.

Cuando cae por el suelo, su piel se llena de ampollas, la garganta se estremece con un ardor tóxico y de sus pulmones es expulsado veneno.

Se agarra a una silla ardiente, las piernas se le tuercen al levantarse y sus ojos heridos sólo ven sombras entre las llamas nacientes.

Corre hacia la puerta y recuerda la sonrisa de Shui, una sonrisa que jamás ha perdido su gracia y su sinceridad, incluso en los momentos más bajos de su vida, cuando la expulsaron del cuerpo de gimnasia.

 La ha imaginado tantas veces sobre la cama… sus grandes curvas conjugando con los estampados de la flor de loto, el tímido deseo de regalar caricias; el volumen asombroso de sus pechos al rozar las sábanas por debajo de un ancho camisón; la tierna lujuria que tantos ensueños le ha regalado. No obstante, ahora no osa imaginarla.

Tira la puerta a un lado y, con los pies desnudos, aparta las maderas crepitantes que bloquean el paso. El cuerpo le tiembla, los vahídos suben por el pecho ardiendo y un diente cruje con la presión de la mandíbula.

Una figura se cruza bañada en llamas. Pero los gritos no son lo que le enloquece, pues la peste de un ser humano quemándose es algo que jamás te atreverías a imaginar.

Busca las escaleras tanteando con desespero entre la humareda. Bajo los escombros y tabiques que almacenan infiernos, los chillidos son incesantes.

Logra cogerse a la barandilla después de resbalar y caer, y cuando las llamas se levantan ansiosas a su espalda, el corazón se le desboca al pensar en ella y recuerda el monstruo de la pesadilla.

—¡Sálvate! —grita un vecino desde el piso de abajo.

A los pies de las escaleras un señor mayor le alarga la mano.

Pero Guo niega con la cabeza y cierra fuerte los ojos. Vuelve a subir entre el fuego que baila con la terrible belleza de Shui vestida en Maillot, ese verano del 92. Arrodillado frente al televisor, como si rindiera homenaje a la más grande deidad, Guo sabía que la amaría siempre.

Golpea la puerta del apartamento de Shui con una tabla que le roba la piel de las manos, en su mente ese televisor estalla, todo se llena de llamas, y movido por la ansiedad se adentra, sabiendo que, al menos, ya no se arrepentirá nunca más.

Sin que las piernas puedan aguantarle, se obliga a arrastrarse entre el fuego que se come su carne y se alimenta del aire que ya no tiene. El suelo se despedaza a su alrededor, y a través de un agujero que atraviesa otros suelos, los cadáveres calcinados se retuercen en posturas que cavan surcos en la mente.

Unas manos fuertes le cogen de los brazos y se lo llevan lejos. El rostro de Shui Tsei se recorta en la luz nocturna de una ventana: sus ojos enfermos, bañados en lágrimas; su sonrisa que tiembla y quiere decir algo; pero también su cuerpo, el único hogar que ha deseado.

—¿Por qué? —Shui vocaliza con dificultad—, ¿por qué no has huido?

Y en las nubes de humo negro, Guo rompe a llorar.

En los ríos de oro de la ciudad y entre las canciones de los casinos que trae el viento, rugen los motores y se encienden con un poderío disimulado las sirenas. Juntos, como si guardaran el mundo en un abrazo, bajo la ventana abierta, Guo se atreve a pronunciar las palabras que tanto tiempo ha guardado, hasta que su aliento se acaba bajo la violencia de la ciudad, bajo los gritos de auxilio y de horror, bajo las sirenas a los pies del edificio.

Se miran a los ojos. Despojados de cualquier esperanza ya no hay miedo. Entre los brazos de la mujer que ama, Guo no duda.

—No te preocupes. Yo te enseñaré a volar.

Shui asiente.

Y desde la escalera que sube entre un infierno de gases negros, un bombero llega a observar sus cuerpos como dos cometas atadas a su destino.


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