SIETE ALMAS (1 de 3)

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El viejo Russell comenzaba a impacientarse, estaba a la cabecera de la gran mesa de madera esperando a que llegara el séptimo hombre del equipo. La reunión era en su cabaña, ubicada en las afueras de la ciudad.

El anciano elevó el rostro y se pasó la mano por su tupida barba gris. Luego se sacó el reloj del bolsillo y vio que ya habían pasado treinta minutos desde la hora acordada. Por fin alguien abrió la puerta:

–Llegas tarde –dijo Russell.

Billy entró cabizbajo, como siempre; muy cansado, también como siempre. Sentó su desgarbado cuerpo junto a los demás y ni siquiera se molestó en saludar.

–Bueno, señores… –dijo Russell–; como ya saben, los he reunido para que mañana partamos en busca del Wingakaw. Nos quedaremos una noche en el bosque y al regresar les daré el dinero que les prometí. Si logramos cazarlo, vivo o muerto, les duplicaré la paga.

Los seis hombres se miraron satisfechos; la paga ya era buena de por sí, y duplicada sería más dinero que el que cualquiera de ellos hubiese visto jamás. Confiaban en él; el anciano tenía más que suficiente para pagarles pues había sido afortunado durante la fiebre del oro.

La cabaña parecía ser la de un cazador experimentado. Las paredes estaban adornadas con animales disecados. Allí había una cabeza de jabalí, una de jaguar y, por supuesto, una enorme cabeza de alce sobre la chimenea. Una esquina estaba ocupada por un oso grizzly de cuerpo completo en posición de ataque. En diagonal a éste había un marco con un espacio vacío, justo encima de una placa dorada en la que podía leerse la palabra «Wingakaw».

Los contratados esperaron más información de cómo sería la cacería, pero el anciano se fue a dormir a la habitación sin decir mucho más. Antes de acostarse les dio unas pocas sábanas y almohadones que no alcanzarían para los seis:

–Es todo lo que tengo –dijo–. Arréglensela como puedan; esto no es un hotel.

Pronto los hermanos Pommer comenzaron a pelear por una sábana. Empezaron a tironearse de sus enormes orejas el uno al otro mientras forcejeaban por el lienzo como si fuese invaluable. Finalmente la tela se rompió al medio. Cada uno de ellos se quedó con su mitad y ambos rieron mostrando sus dentaduras escasas y amarillas. Los Pommer eran hermanos mellizos, y sus padres también habían sido hermanos.

–¿Qué crees tú que es ese tal Winkaman? –preguntó el más tonto de los dos.

–Me suena a que es un pájaro –dijo el más feo de los dos.

–¡Se llama Wingakaw, idiotas! –dijo Ringo, un enorme cazador experto–. Algunos dicen que es una especie de monstruo; para mí que no es más que un oso, tal vez algo más grande que lo normal. De todas maneras no tendré ningún problema con él; soy el mejor cazador de osos que existe.

Un joven kiokee llamado Ojo de Águila se irguió en su silla y estuvo a punto de hablar. Su tribu veneraba al Wingakaw desde tiempos inmemoriales, y no le gustó que llamaran monstruo a la deidad ni que la confundieran con un oso. No obstante, permaneció callado.

–¿Y tú qué estás mirando, piel roja? –preguntó Ringo.

El joven nativo bajó la mirada.

Ringo acomodó la punta de su bigote rubio con los dedos mientras amenazaba a todos con sus ojos penetrantes, luego se sacó el sombrero y lo lanzó al sillón, indicando que él dormiría allí aquella noche. Nadie se animó a contradecirlo en lo del sillón ni en lo que dijo sobre el Wingakaw; no tenía sentido discutir por esas cosas, además Ringo media más de dos metros.

Los hombres se acostaron y no volvieron a mencionar el motivo de la reunión. Estuvieron un rato sin poder dormir, no porque les preocupara lo que les esperaba en el medio del bosque, sino debido a los fuertes ronquidos del delgado Billy.

A la mañana siguiente los cazadores fueron llamados a la mesa. El más obeso de los contratados era cocinero y, aunque se dedicó más a comer que a preparar la comida, sirvió unos deliciosos huevos rancheros.

Entre medio de groserías y ruidos de baja educación, los contratados desayunaron. La mesa quedó toda sucia; toda a excepción de los cubiertos, ya que la mayoría comió con las manos. Luego, con los estómagos llenos, los hombres comenzaron a preocuparse de nuevo por el Wingakaw:

–Yo escuché que los kiokees lo veneran como un dios –dijo Billy–, ¿es cierto eso?

Los cinco giraron sus cabezas hacia el joven Ojo de Águila, pero antes de que éste pudiera decir algo, Russell salió de su habitación y los interrumpió:

–Es hora de partir –dijo–; no les pago por conversar.

Partieron a pie, caminando en fila con el viejo Russell a la cabeza, y poco a poco fueron adentrándose en lo más profundo del bosque. Las despiadadas secuoyas hacían ver diminutos a los cazadores, y los búhos y las serpientes los miraban como quien mira a un condenado a muerte dirigiéndose a la horca.

 

...

Continua en la segunda parte.


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