SIETE ALMAS (3 de 3)

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Ringo tomó su escopeta de doble cañón y fue el único en salir. Los demás solo se limitaron a mirar desde las tiendas mientras sujetaban sus armas petrificados:

–¡Aquí me tienes, Wingakaw! –gritó Ringo–. No te tengo miedo, idiota.

De repente la fogata se apagó y la oscuridad fue absoluta. Se escuchó entonces un ruido veloz, como un soplido. Un instante después el fuego volvió a encenderse por sí solo y todos vieron que a Ringo le faltaba el brazo derecho. La escopeta estaba doblada y tirada en el suelo. A su lado, el hercúleo brazo del cazador yacía mientras la sangre le salía a chorros.

Ringo levantó la mirada y de las sombras apareció una enorme figura. Varias extremidades surgieron de aquello que tenía enfrente. No eran miembros humanos, no eran miembros animales; eran algo desconocido para él.

El experto cazador de osos jamás se había rendido ante nadie, y no lo haría ni siquiera frente al Winkagaw. Con la mano que le quedaba sacó su cuchillo y se lo clavó enseguida a su enemigo, pero éste no era de carne y hueso; el abdomen de la criatura era una masa negra y viscosa que apresó el filo del arma hasta devorarla. Una especie de tentáculo surgió de la espalda del Wingakaw y sujetó a Ringo del cuello, ahorcándolo y elevándolo varios centímetros del suelo. La tez rosada del cazador se puso roja, luego se puso azul, y luego el hombre cayó inerte junto a su brazo derecho.

Al ver la facilidad con la que la criatura se deshizo de quien parecía ser el más gallardo de los siete hombres, los seis restantes comenzaron a correr por la oscuridad del bosque.

Segundos después de iniciada la huida, uno de ellos se había rezagado: el obeso cocinero. Los otros cinco oyeron de pronto un grito desgarrador y, al mirar hacia atrás, vieron como el Wingakaw hundía las fauces en el abultado vientre del desdichado, haciendo que saltaran trozos de tripa hacia afuera.

Siguieron corriendo aprovechando los pocos segundos que le tomó a la bestia devorar al cocinero, hasta que se encontraron con dos grandes rocas.

Russell estaba agitado debido a su avanzada edad, y decidió detener a lo que quedaba de su equipo:

–Paremos aquí –dijo–; debemos reagruparnos. Si seguimos corriendo nos matará uno por uno, además nos les pago para huir.

Se puso detrás de una roca junto con los mellizos, y Ojo de Aguila se ubicó detrás de la otra junto con Billy.

El Wingakaw se acercó despacio, su respiración afanosa se oía cada vez más cerca, y sus pasos comenzaban a hacer temblar el suelo bajo los pies de los hombres.

–Apuesto a que todos te consideran un perdedor –le dijo Russell al más tonto de los mellizos–. Esta es tu oportunidad para demostrar lo contrario. Mátalo y triplicaré tu paga.

El más tonto de los Pommer odiaba la palabra “perdedor”. Al escucharla, su miedo desapareció, y enseguida salió del escondite gritando insultos irreproducibles mientras sacudía un machete.

–Tu hermano sí que es valiente –le dijo Russell al otro mellizo.

El más feo de los Pommer salió también a enfrentar al Wingakaw, mientras gritaba los mismos improperios que su hermano. Segundos después las dos cabezas orejudas de los mellizos rodaron por el suelo.

Solo quedaban tres hombres, y ya habían perdido toda esperanza.

–¿Qué están esperando? –preguntó Russell–. Cacen a esa bestia y los haré ricos.

Los dos hombres lo miraron desconcertados ante la oferta.

–No tienes suficiente dinero –dijo Billy–. Yo me largo, viejo.

Billy huyó y Ojo de Águila fue detrás de él.

–¡Regresen! ¡Cobardes! –el anciano gritó, pero los dos hombres ya habían desaparecido en la oscuridad del bosque.   Corrieron sin siquiera mirar atrás para saber qué fue del destino del viejo Russell. Siguieron durante varios minutos hasta que se cruzaron con una casilla de madera que estaba desocupada.

–Entremos aquí –dijo Billy quedándose sin aire–; ya no puedo seguir corriendo.

Ojo de Águila ingresó y se sentó en el suelo; la luz de la luna que entraba por la ventana le iluminó el rostro. Ambos mantuvieron silencio hasta que se oyó un nuevo rugido, entonces el joven nativo comenzó a rezar:

«¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso».

–¡Cállate! –dijo Billy–. Va a oírte.

–El Wingakaw ya sabe que estamos aquí, señor Billy.

–¿Y crees que si le rezas va a perdonarte?

–No, señor Billy; el Wingakaw nos matará a todos. Le rezo porque lo adoro sin importar sus decisiones; él es un dios, y yo no soy quién para juzgarlo.

–Tú sabías que ibas a morir, ¿verdad? ¿Para qué viniste?

Ojo de Águila suspiró y luego decidió contarle la verdad al único de sus compañeros que quedaba aún con vida:

–Mi padre es el jefe de los kiokees. Yo me iba a casar con la hija del jefe de los imokais, para así poner fin a la vieja enemistad que hay entre nuestros pueblos. Juntos íbamos a gobernar la región desde el río Tombo hasta el lago Tihuapec. Un día mi prometida me vio en la cama con otra mujer: una muchacha blanca hija de un comerciante. El casamiento se canceló y los imokais juraron enemistad eterna hacia los kiokees. Ahora solo mi muerte podrá compensar la vergüenza que he traído a mi familia.

Un nuevo rugido se oyó, mucho más cercano esa vez. De pronto unas enormes garras arrancaron sin esfuerzo el techo de la casilla. Los dos hombres miraron hacia arriba y vieron a la bestia abrir sus fauces. Tenía tres hileras de colmillos filosos como espadas, y una lengua bífida que se sacudía lanzando saliva espumosa. Varios tentáculos surgieron de la criatura, y sujetaron a Billy de los brazos y piernas. Los esfuerzos del hombre fueron en vano, y los tentáculos lo estiraron hasta que sus cuatro extremidades se desprendieron de su cuerpo. Las paredes de la pequeña casilla se pintaron de rojo, y un chorro de sangre dibujó una línea en el rostro de Ojo de Águila.

El joven nativo decidió no ofrecer resistencia alguna ante el cruel dios. Dejó caer su hacha emplumada al suelo y luego extendió los brazos mientras continuaba recitando plegarias:

«¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso, soy carne y hueso…»   Luego de devorar la carne y el hueso de su fiel seguidor, el Wingakaw regresó al campamento. Allí estaba Russell, aún vivo, juntando sus pertenencias.

El anciano pudo notar la presencia de la bestia en la oscuridad. No sabía en dónde estaba, pero podía oír una respiración bestial entre las secuoyas.

–¿Qué haces aquí? –preguntó el hombre–; ya tienes tus almas.

Era cierto, Russell había cumplido con la promesa como lo hacía cada año, entregándole seis almas en el corazón del bosque. Los ojos del anciano comenzaron a ponerse vidriosos a causa del miedo, hasta que al fin solo hubo silencio. Russell supo entonces que estaba solo y que el Wingakaw lo había vuelto a perdonar.

 

FIN


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