La llaga.

Cuando llegó mi mujer con el coche rayado no me pareció tan guapa. Y lo era, pero se ve que aquella herida, fea, sobre el guardabarros derecho trasero,  se le proyectaba. Un vehículo impoluto, blanco, señorial, que, sin embargo, venía adornado con aquella mácula, que tan mal hablaría de mí en la empresa. Había ganado, aquel año, el Madrid la liga, y cuando en el concesionario me preguntaron el color, no lo dudé.

Pues bien, en un vehículo así, los roces, se ve, que contrastan más, o eso me pareció a mí, que veía arañazo por todas partes. Pero, a ver quién le decía que no sabía aparcar, amén de vislumbrar oscuros manejos y aviesas intenciones de la conductora- forofa del Atleti, a mayor abundamiento. Intenciones solapadas vi desde entonces en mi señora, y observaba atento el menor gesto para tratar de dilucidar el tanto de intención y, por tanto, de culpa, de aquel "producto" que me trajo aquella tarde a casa en forma de restregón herrumbroso en la chapa y la pintura del Audi nuevo, sobre el albo auto, aquella "auriga"- o sea, mi esposa- amateur. No cabía calificarla de otra manera. Y ello suponiendo su falta de culpabilidad. Que no las tenía todas conmigo.

Recuerdo que llovía. No sé por qué razón, los vehículos, cuando llueve, corren más, sobre todo en ciudad. El miedo al resfriado que se proyecta también allí. El caso es que vino con el adorno, pero lo que más me fastidió fue que no le diera la menor importancia. Por entonces estaba yo tan enamorado de ella como del vehículo, y los dos amores empezaron al unísono a declinar, a partir de aquel momento.

Pero lo que me remató por completo, fue aquel hurgar en la llaga que representó su respuesta, cuando le recriminé aquel acto alevoso contra los colores de Chamartín.

- La culpa la tienes tú, Pepe, ya te dije que compraras un coche más corto, que así no hay forma de aparcar.