EL DEMONIO EN EL LIENZO (4 de 4)

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Al abrir la puerta el estado del lugar la sorprendió. No parecía ser solo una cuestión física, era como si un alma siniestra estuviera posesionándose del altillo. La humedad impregnada en las paredes parecía dibujar hórridas figuras que gritaban de dolor, y unas sombras que se retorcían en el suelo comenzaron a acercarse a las piernas de Ivana. Ella dio unos pasos hacia atrás asustada, haciendo rechinar las viejas maderas.

De pronto escuchó un ruido como los que la habían hecho subir; era la ventana que golpeaba a causa del viento. La cerró, y al mirar de nuevo el suelo y las paredes, las sombras no le parecieron tan malignas.

Estaba a punto de salir de allí cuando se dio la vuelta. El enorme cuadro cubierto por una tela negra parecía respirar debajo. Era como si la estuviese llamando, susurrándole que una mirada rápida no le haría daño a nadie. Ivana se acercó y removió la tela para ver la última creación de su marido; aquella creación que lo convertiría en el artista del óleo más famoso de sus tiempos.

Al ver la tela supo que las promesas de Nikolai eran ciertas. La obra era superior a las demás; estaba lograda en un modo que ella jamás había visto.

Se trataba de un demonio de piel blanca, cabello negro y lacio, y unas enormes alas retráctiles. Lo que más la impresionó fue su rostro. Tenía una sonrisa leve, nariz aguileña y unos ojos amarillos que parecían leerle el alma como un libro abierto. Fue tan fuerte la sensación que le causó, que la mujer tuvo que apartar la vista.

Pronto Ivana se volvió a sentir obligada a mirar la pintura, y se enfocó en los cuernos de la deidad. Eran espiralados, color hueso; un ornamento que, aunque de un modo vil, se veían muy sofisticados. La mujer luego miró el fondo de la obra, que no era menos terrible que el demonio. Se trataba de un infierno rojizo de suelo resquebrajado, con lava que brotaba a la superficie. Era un escenario desolador, lleno de almas arrastrándose suplicantes, prisioneras de sus deseos y obsesiones.

El cielo violáceo pintado en el lienzo parecía de otro mundo, y luego de mirar la obra por un tiempo comenzó a sentir que los colores cambiaban con el ritmo del viento.

En ese momento escuchó el ruido de la puerta; su marido había vuelto. Salió entonces del trance en el que la había apresado la pintura y volvió a taparla con la tela negra. La mujer bajó del altillo procurando no hacer ruido en las escaleras para que Nikolai no supiera de su intromisión.

El matrimonio se cruzó en la cocina, y él le lanzó una mirada amenazadora. Ivana tragó saliva creyendo que tendría que dar explicaciones por haberse entrometido en sus asuntos, pero Nikolai enseguida subió en silencio con las pinturas y pinceles que había ido a comprar.

Al día siguiente Ivana estaba más tranquila, y se atrevió a contarle a su esposo lo ocurrido.

–Mi amor –dijo ella–, sé que no te gusta que suba al altillo a ver tu trabajo antes de que esté terminado, pero ayer subí y vi tu último cuadro.

El hombre abrió los ojos, y sus manos comenzaron a temblar más que de costumbre. Parecía estar a punto de gritarle por lo que había hecho, pero de algún modo logró controlar su cólera:

–Está bien –dijo–. Ya pasó. Dime al menos qué te pareció la pintura.

–Es… diferente. Es en verdad diferente a todo lo que he visto. Ese demonio que has pintado esta vez parece estar a punto de despegarse del óleo. Estás logrando algo que nadie podría realizar. ¿Cómo se llama el cuadro?

Nikolai sonrió en modo mefistofélico; orgulloso de su última obra.

–Se llama Azazel, “el devorador de almas”. Su poder es el de cambiar de forma a gusto y ocupar el lugar de los humanos. El de la pintura es su aspecto original, es así como se ve cuando se encuentra en el inframundo, pero cuando viene a la tierra es imposible de reconocer. Azazel podría estar enfrente de ti y no lo notarías.

Ivana deseó no haber preguntado nada. Siguió comiendo, pero no pudo terminar siquiera la mitad del plato.

Esa noche fue a acostarse sola, al igual que lo había hecho todas las noches durante los últimos meses. Se quedó despierta hasta tarde mirando el techo de la habitación, escuchando los ruidos de la tormenta y pensando en la horrorosa obra que estaba terminando de pintar su marido. Pensaba también en cómo las paredes y el suelo se seguían descomponiendo, ya fuese por la humedad o por el insidioso espíritu que habitaba el altillo.

En un momento logró quedarse dormida, pero a los pocos minutos un ruido la despertó. Fue como una explosión que hizo temblar la casa hasta los cimientos. La mujer se levantó de la cama y subió las escaleras corriendo:

–¡Nikolai! ¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¡Nikolai!

No hubo respuesta de su esposo.

Al abrir la puerta no lo encontró, y vio que en el lugar en donde antes estaba la ventana había un agujero. No solo faltaba la ventana; ni siquiera estaba el marco. Solo quedaba un gran hueco por el que parecía haber atravesado una enorme criatura.

La mujer se asomó para mirar hacia afuera, pero en la oscuridad de la noche no pudo ver más que la lluvia en un fondo negro.   Miró entonces hacia atrás, y allí estaba el cuadro que tanto la había asustado el día anterior. La obra de Azazel estaba terminada y era en verdad superior a todas las que había hecho su esposo. Solo le faltaba una cosa: El demonio. En aquel escenario desolador, lleno de almas arrastrándose suplicantes, no era Azazel quien estaba retratado, sino su propio creador: Nikolai.

FIN


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