Longina (Melodías en prosa)
Por Francisco Javier Lozano
Enviado el 30/07/2023, clasificado en Varios / otros
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Longina
Caminaba con la lentiud propia y el desgano inapelable de la tristeza, hacía frío y se apresurba para llegar a la casa de su amiga. Cuando se acercó a la puerta el aroma producido por el calor de la casa lo sacó de su melancólico estado. Golpeó con la delicadeza de quien teme la posible ausencia de su huesped. Sintió con alivio gozoso el vaho emanado desde el interior que aspiró sin pensar siquiera en lo que pudiera parecer a quien lo miraba. Una figura esbelta y longilinea se posó frente a él y una amalgama de arrebores abrasaron su cara. Con su mirada profunda y encantadora le insinuó que la siguiera y aunque conocía la casa tropezó en más de una ocasión, tal era su turbación, pero pudo aplomarse y se dejó conducir hasta una salita simpática incrustada en medio de la cocina caliente y aromática. Ver aquella ilusión le asestó una punzada sublime que le significó un mensaje de sensualidad que lo abrumó y no pudo sino desear que no fuera un quimera. Se abandonó a la ensoñación que aquel rayo de dulzura creaba y quiso decirle “en el lenguaje misterioso de tus ojos”, deleitando su presencia “hay un tema que destaca sensibilidad”, y al verla con sus movimientos graciles mientras lo acompañó reflexionó que “en las sensuales líneas de tu cuerpo hermoso, las curvas que se admiran despiertan ilusión”, con la terrible adoración con el que se mira una imagen santa. Entonces oyó en el aire que lo abrumaba el saludo que hizo flotar su alma “en la cadencia de tu voz tan cristalina”, y cerrando los ojos al escucharla, “tan suave y argentada, de ignota idealidad”, hicieron que su alma vibrara y tuvo la certeza de “que impresionada por todos tus encantos se conmovió mi lira y en mi la inspiración”. Pero la noche acabó y ella desapareció, y tuvo que esperar para volverla a ver y la impaciencia “por ese cuerpo orlado de beleza, tus ojos soñadores y tu rostro angelical”, no lo dejaron tranquilo hasta cuando la encontró y otra vez escuchó dirigido a él “por esa boca de concha nacarada”, unas leves, pero extraodinarias palabras y con los carmines que brotaban por “tu mirada imperiosa y tu andar señoril”, lloró y en su mente “te comparo con una santa diosa, longina seductora cual flor primaveral”, brotando su deseo musical “ofrendándote con notas de mi lira, con fibras de mi alma, tu encanto jvenil”.
Todo acabó nuevamente, pero él se alejó dichoso y al cruzar la esquina oyó brotar el susurro de un radio que delataba la melodía en la que jugueteaba con la música la letra sublime de Corona el trovador tradicional.
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