El último viaje (2)

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Anteriormente: ... ¡Cuántas veces recorrieron ambos de la mano el mismo camino llenando sus cestillos de esos rojos frutos silvestres…!

 ***

-II-

Cuando quiso darse cuenta, se encontró subiendo el ondulante repecho que -por fin- conducía hasta la casona.

 

Nada parecía haber cambiado en aquel lugar; las mismas acacias y moreras que se alineaban a ambos lados del camino desde hacía tantos años se susurraban unas a otras a favor del viento con el acompasado movimiento de sus hojas, y los mismos mojones delimitaban desde entonces las ya abandonadas fincas de secano. Todos ellos le hablaban de un tiempo que se le antojó estancado en su propia prehistoria.

 

Allí seguían estando también los muretes de piedra que aún pretendían separar unos campos de otros; a duras penas aguantaban su precaria verticalidad para intentar evitar la posible entrada por parte del ganado extraviado, o incluso de los intrusos, ahora ya innecesarios. No le sorprendió pues la mareante sensación de verse trasladado de nuevo a ese otro tiempo, en esa dimensión donde los recuerdos no son tales, sino vivencias presentes atadas al dolor de tiempos pasados.

 

Notó un repentino escalofrío y -sin saber por qué- por un momento se sintió perdido, sin escapatoria posible, repartido entre dos mundos bien distintos, como succionado en un furioso bucle de incomprensibles mezclas, nadando entre rancios y coloridos fotogramas refundidos entre el ayer y el hoy de forma indiscriminada.

 

Un súbito ahogo le obligó a tomarse un respiro. Su corazón estaba pidiendo ayuda y tenía que socorrerle. Los malditos ahogos le venían anunciando durante los últimos meses que aquel cansado motor estaba a punto de griparse. Decidió regalarse un breve descanso y se sentó con pesadumbre en una piedra que le invitaba desde el mismo borde de la vereda. La pequeña lagartija que le observaba desde la cercanía, entre curiosa y aterrada, se vio sorprendida por su inesperada acción y salió corriendo a toda prisa para después agazaparse bajo un pedrusco casi oculto bajo una zarza, desde donde seguiría ejerciendo su cuidadosa vigilancia... por si acaso. Carlos observó con interés su huida y recordó con una sonrisa que Isabel solía cazarlas para estudiarlas mejor desde cerca; pero siempre la cogía de improviso cuando el pequeño e inofensivo reptil hacía soltar a propia voluntad su cola y obtenía de esta guisa su ansiada liberación, dejándola a ella con dos palmos de narices, el convulso rabillo agitándose todavía entre sus manos con vida propia y ella riendo nerviosa la gracia que le provocaba el vivo obsequio de su burlada cacería.

 

Ambos debían tener más o menos la misma edad; nunca lo supieron y tampoco le dieron importancia. Era genial verla carcajearse de esa forma, tan jovial y fresca, emitiendo aquellos delicados gorgoritos y la alegría de vivir marcada en su cara de niña traviesa…

 

¿Tanto tiempo había pasado…? ¡Qué felicidad la de aquellos años…!

 

Pero... ¿por qué le hizo aquello…? Le sorprendió su comportamiento, su engaño, su connivencia enfermiza con las demás...

 

Aquellos recuerdos le procuraron un profundo dolor, y decidió continuar el camino. El improvisado asiento le había servido de descanso; pero quiso también la natural dureza del tosco granito dejarle el trasero algo mermado de sensaciones por falta del suficiente riego sanguíneo. Al incorporarse, sintió los típicos calambres del adormecimiento, y no fue sino pasados un par de minutos de forzar unos andares cortos e inseguros cuando sus castigados glúteos acabaron por recuperar su vitalidad y pudo reanudar la marcha,  liberado por fin de aquel incómodo malestar.

 

Unos veinte metros antes de llegar a su destino notó una sensación de congoja que le hizo sentirse débil y pequeño; dejó la bolsa de viaje en el suelo, encima de unas malas hierbas que le parecieron limpias de polvo, y alzó con cierta desazón la vista hasta el final del repecho, como temiendo vivir de nuevo ciertos momentos indeseables de su pasado. Allí estaba su antiguo hogar... Se veía abandonado, y las huellas que habían dejado en él las inclemencias del tiempo ayudaron a que, en principio, (otra vez aquella sensación desagradable que le hacía caer en un bucle), no lo identificara con la imagen sepia que guardaba en la gaveta de sus recuerdos.

 

La gran casona parecía muy cambiada; incluso se le antojó más pequeña y su aspecto era en verdad deprimente. El pinar que recordaba antaño, espeso y lozano, rodeándola por tres de sus lados con sus copas, pletórico de piñatas, amo y señor de sus frescas sombras, estaba ahora desabrido, seco y cruelmente muerto. La hojarasca de la hiedra cubría la fachada de la edificación (envejecida y en peligro de derrumbarse por algunos rincones) vistiéndola de un verdor mortecino y desigual mientras se introducía entre las hendiduras de las piedras para después salir por cualquier fisura y chivatear sus secretos a los innumerables insectos que campaban a sus anchas por entre toda aquella sucia maraña de entremezclados colores verde y marrón.

 

El portón principal, de doble hoja, presentaba también un aspecto deplorable; de dura madera y metal forjado, el óxido había carcomido el hierro con saña y ajado de tal manera que más pareciera chatarra abandonada que el acceso de la mansión. Y por encima de la puerta, labrado en la piedra que hacía de falso dintel (sostenido ilusoriamente por dos imitaciones de columnas neoclásicas que, a modo decorativo, enmarcaban la entrada) seguía resistiendo el desgaste del tiempo el bajorrelieve que cada noche aparecía en sus insufribles pesadillas: "ORFANATO MUNICIPAL"...

 

(Continúa...)


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