El último viaje (5)

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Anteriormente: ... Un profundo suspiro le produjo de nuevo ese dolor pectoral que no dejaba de agobiarle; al menos durante los dos últimas semanas, si no recordaba mal, aunque ya había notado hacía tiempo que sus recuerdos se habían trucado bastante nebulosos dentro de su cerebro, algo que siempre había temido comentar a su médico...

 

***

 

-VII-

 

Recogió su valiosa bolsa de viaje y tiró la improvisada arma sobre aquel montón de cosas inútiles. Su vista ya se había acostumbrado a la penumbra y pudo distinguir con algo más de detalle aquella sorprendente acumulación de basuras. En un acto reflejo, retiró con la punta del pie el cadáver del insensato lepórido llamándole la atención el débil destello de algo redondo y metálico. Se agachó a recogerlo y su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió en su mano la vieja medalla de San Francisco de Asís que ya había dado por perdida desde hacía un tiempo. Recordó que fue un regalo de Isabel; él siempre le tuvo grandes temores a las tormentas, en especial a los rayos. Ella le dijo que el santo lo protegería siempre contra esas inclemencias del tiempo, y desde entonces siempre la había llevado colgada a su cuello, sin separarse de ella ni siquiera para ducharse.

 

Lo que no entendía era cómo había llegado a parar hasta allí…

 

Observó que uno de los eslabones de la cadena estaba roto y se la guardó sin más en el bolsillo de la chaqueta pensando en cómo repararla.

 

Subiendo por las escaleras de la entrada por donde huyeron los roedores se encontraba la oficina del director, primero, y tras ella la biblioteca y el pasillo de acceso a la galería donde se ubicaban lo que fueron  dormitorios de los huérfanos, varones a la izquierda, chicas a la derecha, separados ambos por un muro de algo más de metro y medio de altura que nunca llegó a impedir las mutuas miradas de curiosidad entre ambos sexos, aun a pesar de extenderse verticalmente hasta el techo por una celosía de enrejada urdimbre.

 

Allí mismo se gestó el interés y los primeros flirteos entre Carlos e Isabel, mientras el resto de las chicas, Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta, Mónica y Marta, como haciéndose ajenas a todo, cuchicheaban tras esa pared cuando ellos dos se servían de un cajón para alzarse y poder charlar de sus “cosas”; y sin embargo, todas ellas sabían del inconfesable secreto.

 

Nada le dijeron del inconveniente de esas relaciones, aunque entonces todo fueran simples e inocentes escarceos de niños que después de convirtieron en “algo mucho más serio”...

 

Ni siquiera la misma Isabel…

 

Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!» -la había oído a ella lanzar en una ocasión esa enigmática advertencia al resto de sus compañeras…

 

-«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» -también les había amenazado muchas veces en voz baja, pero con un tono áspero.

 

No le dio mayor importancia porque tampoco entendía muy bien a las chicas… Todas estaban un poco locas, se decía; e Isabel, aunque era su ojito derecho, también debía compartir esa extraña locura por aquello de los “privilegios” de su sexo.

 

Tampoco era consciente de por qué era el muchacho más disputado de aquel gallinero; quizás fuera su estatura superior a la de los demás chicos, o sus finas facciones casi femeninas; o quién sabe si su forma de andar, moverse, o vete a saber por qué… Lo cierto era que parecía ser el rey de reyes entre los cuarenta varones que ocupaban el lado izquierdo del pabellón, y en especial la posesión preferida de su enigmática Isabel.

 

Lo que supo muchos años después le pareció enfermizo e imperdonable... Se sintió herido… Muy herido y suciamente utilizado. Desde entonces no había sido él mismo: delirios, instintos suicidas, mortificaciones, pesadillas enfermizas y un inmenso odio se habían apoderado de un cerebro enfermo.

 

-VIII-

 

Le asaltaron de nuevo aquellos fuertes dolores de cabeza y volvió a sentir una contradictoria sensación de no saber dónde estar y, sin embargo, haber vivido cien veces aquella experiencia. Se encontraba subiendo la escalinata que daba al piso superior y aprovechó para sentarse unos instantes en uno de los peldaños tratando de recuperarse así de ese mortificante y doloroso “déjà vu”.

 

Recordaba cómo él e Isabel, (sólo cuando los tutores dormían plácidamente su siesta), se deslizaban cada uno por los pasamanos de aquella bella escalera jugando a quién de los dos llegaba el primero haciendo resbalar sus traseros hasta el vestíbulo; y también cómo, en las muchas ocasiones en que se descuidaba, las entonces dos pequeñas protuberancias de su varonil sexo quedaban atoradas entre el calzón y la encerada madera del barandal produciéndose una imprevista frenada, y a él un insoportable dolor…

 

Y -como es lógico deducir- esa contingencia le significaba la pérdida segura de la apuesta…

 

Las risas y pitorreos de Isabel no se hacían esperar; orgullosa ella de carecer de esos “inconvenientes”. En medio de sus sonoras rechiflas,  casi siempre hacía despertar al odiado señor Cifuentes quien, después de darles caza y penarles con su consabido sermón, les hacía subir hasta su despacho para dedicarles unos cuantos minutos de ardorosa “charla de cinto y tralla”, como él lo llamaba de forma vengativa y rebuscada. Y después, por separado, como siempre, llegaba su perversión…

 

(Continúa...)


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