DIAMANTE NEGRO (1 de 3)

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Día de cobro. Raquel fue al cajero automático llena de miedos. Estaba obsesionada con la tasa delictiva, y retirar su salario se había convertido en un problema. Siempre iba a sacar dinero antes de que el sol se pusiera, pero aun a plena luz del día, odiaba los segundos que le tomaba regresar al automóvil.

Miró a un lado y al otro mientras acercaba la tarjeta a la lectora, y apenas la máquina le entregó los billetes, los guardó con recelo en la cartera. Miró otra vez a su alrededor, desconfiando de todos los transeúntes que a sus ojos comenzaban a verse como criaturas infrahumanas dispuestas a matar por míseras monedas.

Avanzó a paso doble hacia su vehículo, y justo cuando estaba abriendo la puerta, le sacaron algo de la cartera.    Raquel quedó atónita; la había asaltado alguien más rápido que la vista. Pero no había nadie corriendo hacia la derecha ni un motoquero yendo hacia la izquierda; el peligro había llegado del cielo.

Alcanzó a ver entonces un pájaro negro que se alejaba por los aires, llevando en sus garras nada menos que su billetera. Raquel gritó, pero ya no había nada por hacer.

La mujer no supo reconocer el tipo de ave en ese momento, pero se trataba de un cuervo. No era un cuervo corriente, por supuesto, era uno especialmente entrenado para robar.

*

En una pequeña cabaña en las afueras de la ciudad, estaba esperando un hombre delgado de nariz prominente; era Samuel, el entrenador.

Durante años, Samuel había adiestrado animales para circos y programas de televisión. No era muy bueno con los mamíferos, su especialidad eran las aves. Palomas, canarios, águilas y grullas; era el mejor en lo que hacía, y solía decir que, si es de plumas, podría enseñarle algunos trucos hasta a una almohada.

Su habilidad era muy específica y las ofertas de trabajo escaseaban, por lo que un día decidió tomar otros derroteros.

Todo comenzó con Edgar Allan Poe. Samuel entrenó un cuervo para un cortometraje, pero cuando ya estaba listo para filmarse, cancelaron la producción. No solo no le pagaron, sino que cuando fue a preguntar qué harían con el ave, el productor le contestó con una serie de improperios para luego cerrarle la puerta en la nariz.

Samuel se quedó entonces con el cuervo, sobre todo porque con él había establecido un vínculo como con ningún otro. Aquel pájaro de ébano tenía una inteligencia privilegiada, y su capacidad de aprendizaje parecía no conocer de límites.

Boris –así se llamaba el cuervo–, había nacido para el crimen. Era algo pequeño, pero sus garras y pico tenían fuerza más que suficiente para cargar anillos, collares y hasta relojes pulsera.

Boris podía ingresar por tragaluces y ventanas sin dificultades, aunque por lo general sobrevolaba una plaza pública hasta que algo llamaba su atención, siendo las carteras sin cerrar su blanco predilecto.

Cuando comenzó a robar, fueron muchas las veces en que el ave llegaba a la cabaña con un trozo de vidrio o un envoltorio de papel metalizado. Con el tiempo aprendió a distinguir qué cosas deseaba su dueño, hasta que se volvió un especialista diferenciando los objetos valiosos de las baratijas.

–¿Qué trajiste hoy, Boris? –preguntó Samuel.

El cuervo dejó caer una alianza de oro sobre la mesa; se la había robado a un señor luego de que éste la guardase en el bolsillo de su saco intentando hacerse pasar por soltero.

Boris y su dueño llevaban varios meses haciendo de las suyas, y en la ciudad ya se había comenzado a hablar sobre un pájaro ladrón.

Las personas contaban las cosas que habían visto junto con otras que no vieron pero que, en medio de tanta exageración, parecían ser ciertas. Un vendedor ambulante dijo que el cuervo le robó todos los lentes originales dejándole las imitaciones. Una anciana puso la excusa de que le habían llevado el monedero, para así volver a pedir fiado en la carnicería. Y no faltó el niño diciendo que un pájaro le había robado la tarea cuando estaba de camino a la escuela. Boris se estaba convirtiendo en una verdadera leyenda urbana.

...

...continúa en la segunda parte...

 


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