DIAMANTE NEGRO (3 de 3)

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Preciosas modelos atravesaron la pasarela, una tras otra. Llevaban puestos vestidos hasta el suelo de todos los colores del arco iris. Tenían además una gran variedad de joyas: pulseras de oro sólido, aros de platino, anillos con esmeraldas; pero la que más aplausos se llevó fue la legendaria gema de Rivalti.

La elegida para aquella pieza fue una alta modelo de Camerún. Tenía puesto un vestido rojo escotado, y llevaba sus rizos recogidos para que no cubriesen sus hombros. No llevaba aros ni pulseras; el único accesorio que tenía era aquel collar. En medio de su pecho acentuado por el vestido, la gema negra se llevó todas las miradas. No duró mucho allí, claro; cuando la muchacha estaba en medio de la pasarela, Boris hizo su aparición.

Llegó en una veloz caída libre que más que parecer la de un cuervo, era propia de un halcón. Con absoluta precisión arrancó la piedra del collar de la modelo sin siquiera lastimarla; rompiendo el segundo eslabón, justo lo que Samuel había calculado. La imagen de Boris no duró más que un parpadeo, pero fue suficiente para que se grabara en las retinas de todos los allí presentes.

El collar vacío cayó al suelo en cámara lenta, mientras la modela cubría la desnudez de su cuello con las manos.    Apenas Boris llegó a la cabaña con la joya, su entrenador tomó el teléfono e hizo todos los arreglos necesarios para una nueva vida. Mientras tanto, en la televisión se escuchaba la noticia:

«Fue como una sombra», dijo un periodista; «un espíritu manifestándose en el mundo tangible para regresar enseguida a las tinieblas».

A la mañana siguiente Samuel no podía dejar de observar el precioso diamante. Era el centro de la mesa, el centro de la pocilga en la que vivían aquellos amigos de lo ajeno.

En la televisión todos los canales seguían hablando de ellos:

«El Encantador de pájaros y su cuervo atacan de nuevo»

«Cría cuervos y te robarán los ojos»

«Y el cuervo dijo: Nunca más verán este diamante»

No eran buenas noticias; así como estaban en boca de todos, también estarían en la mira de la policía, pero Samuel tenía todo pensado. Ya había conseguido un comprador: un empresario ruso con quien se encontraría cerca de la estación de trenes. Luego de la venta, iría de allí al aeropuerto.

Ese día se puso un sobretodo que había comprado hacía muchos años. Era el más viejo que tenía, pues necesitaba aparentar ser alguien de bajo poder adquisitivo. Se había estado dejando crecer la barba, y sus cabellos estaban más largos e indómitos que de costumbre. No armó siquiera una pequeña maleta, solo llevaría consigo el bolso cargado de dinero que obtendría en la transacción. Se puso una boina y antes de irse miró con tristeza a su compañero:

–Ha llegado el momento de despedirnos, Boris. No puedo llevarte conmigo en el avión, amigo; todos se darían cuenta de que somos los ladrones. No creo que me reconozcan con la barba y el sombrero, pero ¿qué puedo hacer contigo?, ¿disfrazarte de gallina?

Boris contestó con un graznido. Luego tomó el diamante con su pico y miró hacia la ventana. Samuel leyó las intenciones del ave, y enseguida saltó de la silla para cerrarla.

El cuervo comenzó a volar en círculos con la intención de salir de allí con la gema mientras Samuel corría y gritaba detrás:

–¿Qué demonios estás haciendo? ¡Ven aquí! ¡En una hora debo entregar la joya al ruso!

Boris dejaba plumas por todo el lugar mientras Samuel chocaba con los muebles intentando agarrarlo. Finalmente lo atrapó:

–¡Pájaro estúpido! Dame ese diamante; la policía está tras nuestra pista y pueden aparecer en cualquier momento.    Boris tragó la gema, lo que heló la sangre y dilató las pupilas de su entrenador:

–Qué has hecho, Boris? ¡El ruso me va a matar! ¡Enviará gente para que me mate por no haber cumplido!

Samuel sacudía a su compañero con fuerza; estaba dominado por la cólera. De pronto las frágiles cervicales del cuervo sucumbieron en un chasquido.

–¡Boris!

Samuel gritó, pero el pájaro no reaccionaba.

–¡Boris! Por favor, despierta…

El mejor socio que tuvo en su vida yacía en sus manos temblorosas. El amigo que tantas alegrías le había dado, parecía una marioneta a la que le cortaron los hilos.

Los ojos negros de Boris se apagaron mientras las lágrimas de Samuel caían y resbalaban sobre sus plumas.

El hombre estaba desconsolado, y ni siquiera tenía tiempo para lamentarse. Debía llevar el diamante al comprador y no podía entregar el pájaro diciéndole que estaba allí dentro, o correría el riesgo de terminar también con las cervicales rotas. Fue entonces en busca de un cuchillo para cortar a Boris por la mitad.

Hizo un pequeño corte y metió los dedos revolviendo entre las entrañas del plumífero hasta que sacó por fin el diamante de su interior. Había sangre sobre la mesa, sobre el suelo, y en especial en sus manos, pero allí estaba: el preciado Ojo negro era suyo de nuevo. Lo limpió, y justo al momento en que lo puso en su bolsillo, oyó a los patrulleros rodeando su escondite; había volado demasiado alto.

Imposible mostrarse inocente en medio de aquella barbarie; no pudo hacer otra cosa que entregarse.

Mientras lo llevaban detenido pensó que tal vez Boris estaba intentando esconder el objeto en su interior. Tal vez su oído de cuervo, más agudo que el humano, logró escuchar las sirenas cuando aún estaban lejos. O su instinto de cuervo, no subyugado a la razón humana, sabía que lo mejor era ocultar la joya por un tiempo. Quizás simplemente se trataba de uno de esos casos en los que el alumno había superado al maestro.

Samuel estaba sentado cabizbajo en su celda. El juicio había salido peor de lo que habría imaginado, y lo esperaban muchos años en prisión. Estaba arrepentido de todas las decisiones que había tomado en los últimos tiempos, y se sentía merecedor del castigo. No tanto por los robos como por haber matado a su socio y mejor amigo Boris.

Se llevó las manos al rostro. Comenzaba incluso a contemplar el suicidio. De repente oyó un ruido que provenía de la ventana; lo único que le permitía ver una porción del cielo libre.

Miró entonces hacía arriba y vio que tenía visitas: era un precioso jilguero. Los vivos amarillos en sus alas y el rojo de su rostro iluminaban la oscura celda que no conocía otro color más que el de los grises sueños rotos.

–Hola, amiguito –dijo Samuel intentando esbozar una sonrisa.

El jilguero caminó por el alféizar atravesando los barrotes.

El recluso se puso de pie y se acercó extendiendo la mano, y el ave se posó con suavidad sobre ella. Lo hizo sin dudarlo, con una confianza pocas veces vista en un pájaro.

Samuel tomó unas migas de un trozo de pan duro que tenía a su lado, y lo acercó al pequeño pico del jilguero:

–Dime, muchacho –dijo Samuel– ¿Conoces la historia de Boris el cuervo?

.

FIN

.

AUTOR: FEDERICO RIVOLTA


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