Y darán color a su savia

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Aquella roca de granito era como una vieja alcancía de vivencias. Guardaba cada uno de los momentos de su inocencia compartida, imperturbable, ajena al pasar de los años y siempre teñida de unos rosetones de verde musgo que le añadían un contraste de frescor otoñal. Desde allí, ambos, sentados sobre su arista, inexpertos infantes de sorprendidos ojos por la grandeza de un mundo recién descubierto, habían disfrutado juntos de la inmensidad del valle que desde aquella roca se extendía bajo sus miradas, un paisaje idílico cruzado por las transparentes aguas de ese riachuelo que daba vida al verdor y frescor a sus prados, dulce placidez de un silencio natural dispuesto en exclusiva para ellos dos.

Allí, sentados muy cerca de sí, acurrucando sus manos entrelazadas en el pecho del uno y del otro, se regalaban con la inmensa felicidad de su mutua compañía; aprendieron a admirar y valorar sus diferencias, sus gestos, la distinta articulación de sus palabras, la musicalidad de sus voces, el rápido latir de unos corazones pletóricos de vida cabalgando por una misma senda de floridos campos. Fueron felices en un tiempo en el que no saber de los mitos, de tabúes y cosas serias de mayores les permitieron adentrarse en la esencia de un amor limpio y sin tapujos, afanados tan sólo en mantenerlo caliente, protegido entre los blancos algodones de sentimientos puros.

Pero el tiempo pasa y tras la niñez rompe un nuevo estadio. El cerebro madura sin consultar y surge la vergüenza de una pubertad recién estrenada; y, junto a ella, la imposición de normas crueles dictadas por aquellos que hacen de su moral la moral de todos.

Ahora lo entiende, ahora sabe que esto ha sido más fuerte que él y ha decidido marcharse… Ahora está seguro también de que Moisés olvidó mostrar a su pueblo un postrer mandamiento desconocido por todos, aquel que Yahvé dejó esculpido en el reverso de sus sacras Tablas:

«Y, por último, no prohibirás el amor del hombre en la Tierra, ni de clase, ni de estirpe, ni del género que fuera; y habrás de respetar la pureza que de él se desprende, porque él es Yo y Yo soy él, y ambos Somos».

Su voz le llamaba, lo notaba, oía su nombre invitándole a reunirse con él… Se acercó hasta la arista que marcaba el límite hasta el precipicio para recordar cada momento vivido en su compañía y poder abarcar con la vista toda la inconmensurable belleza de aquel valle. En un segundo notó que volaba y cómo olvidaba en ese momento el ayer de su muerte para reunirse con él para siempre.

Ambos corazones seguirán latiendo en el valle, al unísono, libres de cadenas, disueltos los dos en las aguas de ese fresco riachuelo donde el amor puro navega siempre en libertad...

Y darán color a su savia.


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